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AdVersuS, Año II,- Nº 4, diciembre 2005
ISSN: 1669-7588
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LA DERROTA DE LA BONDAD

Rossana Rossanda

 

 

La bondad no tiene fortuna en la literatura. Algunos héroes son "incluso" buenos –como Federico en el Príncipe de Homburg o Levin en Anna Karenina– pero antes son otra cosa: Federico es un gran guerrero y soberano, Levin es un hombre justo. Su bondad se añade al carácter, constituye una modalidad del mismo. Buenos son ciertos hombres de Dios, pero ante todo siempre de Dios. Y con frecuencia son buenas las heroínas secundarias, especialmente si son adultas y madres, como si la bondad fuese una cualidad privada y menor. Pero la Brigitta de Stifter, modelo de heroína privada, no es especialmente buena. La bondad tiene pocos iconos. No es una de las virtudes teleologales –fe, esperanza y caridad–, aunque esta última es su pariente, y todavía menos de las cardinales –fortaleza, sabiduría, prudencia y templanza–, fecundísimas de personajes.  Evocada familiarmente ("sé bueno", " él no es bueno"), la bondad sigue siendo vaga y en todo caso escasamente representada.

El 31 de diciembre de 1867 Fyedor Dostoyevski –cuarenta y seis años, a las espaldas Humillados y ofendidos, La casa de los muertos, Memorias del subsuelo, Crimen y castigo, El jugador– escribe a su amigo A. N. Máikov que hace tiempo que le ronda por la cabeza la idea de "representar un hombre totalmente bueno", pero que "le da miedo construir una novela a partir de ahí, porque es demasiado difícil. Nada más difícil, especialmente en nuestros tiempos".1 Y al día siguiente lo repite en una carta dirigida a su sobrina S. A. Ivanova: «Se trata de una tarea desmesurada»: en el mundo ha existido una sola persona «positivamente buena, Cristo, así que la aparición de este hombre desmesuradamente bueno, infinitamente bueno constituye un milagro infinito». Y añadía:

Todos los escritores, no únicamente rusos sino también europeos, que han afrontado la representación de un hombre bueno han fracasado [...]. De hombres buenos en la literatura cristiana el único completo es Don Quijote.

Pero es exclusivamente bueno porque es también ridículo. Pickwick de Dickens es una idea más débil, enorme, sin embargo, y también ridículo, y por esto te arroba totalmente.2

Y, sin embargo, no dejaba de darle vueltas a este inquietante personaje: «La novela se titula El idiota».3 Menos de un mes después entregaba a la imprenta la primera de las cuatro partes de la novela, de la que había previsto ocho, y durante la totalidad de 1868 dicta el texto a su mujer repasándolo rápidamente. En octubre vuelve a escribir a Máikov: «La idea de El idiota se me ha escapado... pero estoy amargamente convencido que jamás he tenido una idea poética más bella y rica que la que me ha venido a la cabeza ahora con el plan de la cuarta parte».4 Y en enero de 1869 escribe a su sobrina: «¡Finalmente El idiota está terminado! He compuesto los últimos capítulos trabajando día y noche en un estado de angustia [...]. No estoy contento con esta novela, no expresa siquiera la décima parte de lo que pretendía». Pero todavía dice amar mucho «mi idea abortada».5

Una idea que parece haberse impuesto con prepotencia. Dan testimonio de ello algunos cuadernos de notas: la tentación de un héroe absolutamente, positivamente bueno se presenta en el otoño de 1867, mientras trabaja en una novela en la que aparece un «idiota», un joven de origen incierto y cuyo comportamiento sorprende, pero que en el texto es un personaje menor. La historia no giraba en torno a la bondad, sino a la culpa; Dostoyevski se había inspirado en una noticia de la crónica negra, de aquellas que siempre le atrajeron como síntomas de una época enferma.

Una joven, Olga Umeckaya, había prendido fuego a la casa de sus padres, pero el tribunal la había absuelto porque éstos la maltrataban de modo horrible. En suma, una culpa casi necesaria. Pero mientras redacta algunos bosquejos de la novela, resulta que poco a poco la joven permanece poco perfilada y rápidamente se convierte en una heroína secundaria en un asunto de agnición, violencia y dinero en el que aparece también un idiota. Sobre este argumento Dostoyevski trabaja durante tres meses. Entre el 30 de noviembre y el 30 de diciembre de 1867 se produce una interrupción en los cuadernos. Es como si durante este intervalo El idiota se hubiese desvinculado y liberado demoliendo el planteamiento original. Desaparece la joven culpable, desaparecen las figuras que por allí pululaban, y el idiota, salido de la crisálida, se convierte en el protagonista.

Ya no se trata de una mezcla de pulsiones opuestas, es el hombre absolutamente bueno. Y no es alguien marginal, es un príncipe.

Un hombre sin precedentes

El príncipe Mishkin. Pero Mishkin no sólo no se asemeja a los «idiotas» de la novela precedente, tampoco se parecerá a Don Quijote. No vive en un mundo fantástico, no combate contra molinos de viento, no está enamorado de quien no existe: de hecho se hunde en lo real, en lo demasiado humano. No inspira risa, ni se ríen de él, aunque haya quien juzgue excesiva su generosidad y embarazosas las consecuencias de su modo de comportarse. Dicen «idiota» como por despecho, su disponibilidad choca contra la frialdad de los demás. Pero quien comienza a escucharlo con una sonrisa, termina serio. Mishkin no es jamás ridículo. Y tampoco es una figura crística, aunque buena parte de la crítica lo haya contemplado con favor o furor según perteneciese a la corriente mística o marxista durante los años soviéticos: no tiene nada de mesiánico, no se siente portador de una misión en la tierra (no va más allá de la que Dostoyevski asigna al buen pueblo ruso), no será coronado de espinas ni ridiculizado porque nunca se proclama rey, no hace milagros, conoce la incertidumbre y el temor.

Además es portador de la tara de un mal, es cierto, casi divino –el gran mal–, la epilepsia. Un mal que asciende en un crescendo de inquietud para alcanzar un estado breve de extrema lucidez y precipitar en la oscuridad. Del cual uno se recupera lúcido, únicamente cansado y consciente de que volverá. Dostoyevski sabía de qué se trataba. Es, por lo tanto, un personaje sin precedentes. Quizá lo que acomuna Mishkin al caballero de La Mancha es la derrota de una criatura a su modo excepcional. Más tarde, en el Diario de un escritor, Dostoyevski escribe de Don Quijote: «El hombre no olvida llevar consigo para el juicio final el más triste de los libros [...], que a la postre es lo que nos queda entre las manos de la vida».6

Tampoco al príncipe Mishkin le queda nada entre las manos. La ironía –«la más amarga ironía que se pudiese expresar»–7 se halla en el aniquilamientode la bondad. Mensaje paradójicamente anticristiano.

Rubio, los ojos dulces y azules, el príncipe Mishkin aparece en el tren que está llegando a Petersburgo en una encapotada mañana de noviembre, niebla y hielo que se derrite, estación impura. Vuelve de una clínica suiza a la que había sido enviado siendo niño y donde ha sido curado por un psiquiatra partidario de métodos no agresivos, viviendo feliz entre otros críos. Habla con alguien de su edad, veintiséis años, pero moreno, la mirada cerrada. Cuanto Mishkin es luminoso y abierto, Rogozin, hijo rico de un comerciante, es oscuro y desconfiado. Y entre ellos interviene el enredador Lebedev, coro de los clientes que conformará el trasfondo del asunto, un prometeo de la humillación. El mismo día, en Petersburgo, Mishkin encuentra al resto de las personas dramatis, a todas, empezando por Aglaya Epancina, la jovencita bellísima que se asoma a la vida, hermana de Natacha Rostova y de Kitty Scerbatskai, y que es una criatura de mirada altanera y trágica de la cual le sorprende un retrato con el que se topará antes de que caiga la tarde al abrir una puerta. Aparece también Natacha Filípovna quien, habiéndose quedado huérfana y sido criada por un amigo de la casa, ha descubierto que ha crecido no como esposa sino como exquisita amante, lo cual no le perdona a éste ni se perdona a sí misma. El príncipe entrará desde el primer día en el destino de los tres, acompañándolo y empujándolo a desenlaces fatales.

Porque el mal ya había sido hecho. Al compañero de viaje de los ojos ardientes, Rogozin, le devora la pasión por Natacha Filípovna, pasión que es frustración, necesidad y arrogancia. También Natacha Filípovna está obsesionada por la caída que considera irremediable: el ex amante ha ofrecido una gran suma de dinero para que alguien se case con ella quitándola honorablemente de en medio, y ella aceptará al joven con ambiciones que necesita ese dinero, pero que, sin embargo, se avergüenza de ella. Se debe saber, no obstante, de esta abyección. Mientras lo revela en público para humillarse a sí misma y a ambos, llega Rogozin con una suma mayor: te compro yo. Para el príncipe ese descarnamiento es insoportable. Ruega a Natacha que acepte su mano. Nastacha se siente resplandeciente, le ha sido restituida la dignidad a la cual pensaba no tener ya derecho. Pero es un instante: ¿cómo arrastrar en una caída ya consumada a aquel ser noble e inocente? Le dice a Rogozin: sácame de aquí. Antes o después me casaré contigo.

Ésta de Mishkin es bondad, no una oblación. Mishkin no acepta esa muerte simbólica, se halla atrapado dentro del sufrimiento de Natacha, humillada y ofendida. Natacha no se equivoca respecto a él, no lo llamará nunca idiota, es el único hombre, dirá, que ha conocido. No aceptándolo, piensa, le devuelve bien por bien. Pero no se decide a casarse con Rogozin, está con él y no está, mientras que es él quien quiere ardientemente el matrimonio, el vínculo que sólo la haría suya. Hay en Rogozin una necesidad atormentada, un tener para ser y no lograrlo, que espanta al príncipe como otro dolor.

En el invierno que pasará en Moscú –sabremos, sin embargo, de ello desde lejos a través de las voces de Petersburgo– el príncipe ha descubierto que es rico, en casa de Aglaya se habla de él, Natacha deja a Rogozin, corre hasta el príncipe pero para abandonarlo de nuevo, la mirada de Rogozin persigue a Mishkin, del cual se siente profundamente celoso. Pero ambos se atraen como polos magnéticos, como los opuestos (la crítica psicoanalista presentará a Rogozin como una proyección del príncipe y viceversa); cuando Mishkin vuelve a Petersburgo algo le empuja a buscar la casa de Rogozin. La reconoce por el aspecto lúgubre y, en la que es la escena más bella de la novela, Rogozin, que no habla nunca, habla con él, en la medida de sus posibilidades se confiesa, ruega a la vieja madre, casi un icono, que bendiga a Mishkin. Y ante una copia del descendimiento de Holbein en Basilea, hablan del Cristo que aparece en el cuadro tan acabado como para suscitar dudas sobre la resurrección, clave del cristianismo. Que es amor y esperanza, como la Rusia simple y fiel que, sin embargo, es el lugar de los excesos, que va siempre «más allá» también en el error. Y Rogozin propone intercambiar las cruces que llevan al cuello, pero apenas se dejan –y Rogozin ha balbuceado una renuncia a Natacha–, le asalta una fiebre, alcanza al príncipe y habría llegado a matarlo si a Mishkin no le da un ataque de epilepsia bajo el cuchillo.

Ese cuchillo y los ojos de Rogozin serán el fantasma que perseguirá al príncipe en el luminoso junio, atraído por Aglaya Epancina en las charlas ociosas de la residencia de verano en la que Natacha hace sus provocadoras apariciones. El amor del príncipe por Aglaya es trémulo y humano, entreverado por la ternura ante aquella inquieta juventud. Pero Natacha está enferma de dolor, ¿no le había dicho a Rogozin «tu compasión es más fuerte que mi amor»? Aglaya no soporta ese primado de Natacha, la busca, la invita cruelmente a dejar de recubrirse con su martirio, de caer sobre los demás con su tragedia, la conmina a que se ponga a trabajar, a que se case con un buen hombre, que pare ya; y Natacha, ofendida en lo que más de duele, se revuelve: si se lo pido, le grita a Aglaya, el príncipe me elegirá a mí. Mishkin, desbordado por el odio entre las dos mujeres, tiene un momento de vacilación, y cuando Natacha parece desmayarse corre a sostenerla. Aglaya se va como una muerta.

Pero todavía una vez más Natacha no se decidirá a casarse con él y ya vestida de novia huirá hacia Rogozin y la muerte. El príncipe la busca en la noche blanca de Petersburgo, en la cabeza confusión, premoniciones y angustias como en la víspera de un ataque, hasta que alcanza a ver a Rogozin y juntos entran en la oscuridad y en el silencio hasta el estudio apenas recorrido por la luna, donde yace fría Natacha, que ha esperado con los ojos abiertos el cuchillo de Rogozin. Y allí el último intercambio de palabras, hace calor, dentro de poco se sentirá el olor, cubrámosla de flores...

Mishkin y Rogozin pasan la noche abrazados ante la colcha que oculta a la criatura asesinada, las palabras se han agotado, el príncipe le acaricia lentamente la cabeza. Hasta que llega el alba y la gente y la policía: uno acabará en Siberia y el otro volverá a la clínica suiza.

La epifanía del príncipe Mishkin ha durado desde noviembre hasta junio, en el trasfondo una Rusia que se pierde en las ilusiones del progreso, de la técnica, de la democracia, del socialismo, representados en el estudiante Ippolít, atrapado entre suicidio y muerte, entre odio y amor por Mishkin.

Discurre entre ellos algo trágico entre grandes antinomias, más allá de las modestas agitaciones de los ricos, de las riñas fútiles de los decaídos, de la avidez de los usureros, de una época sin brújula donde el delito se ha hecho banal como vía de salida. Una hybris ha llevado a la pérdida de Natacha, Rogozin, Ippolít y el dolor soportado con ellos devuelve al príncipe a la locura. Únicamente Aglaya tendrá un destino mediocre, la única no extrema, no tocada por el mal, por lo tanto, privada de la posibilidad de comprender, sin tragedia, pero sin felicidad.

Inutilidad y horror

¿Qué es, pues, la bondad? La absoluta disponibilidad ante el otro. El príncipe escucha siempre, comprende siempre. No porque comparta los motivos, la mayoría de las veces no lo hace. Piensa que Natacha está enferma, y tiene razón. Que Aglaya con frecuencia se equivoca, y tiene razón.

Sin embargo, penetra en el ánimo como nadie, pero suspende el juicio ante la condición humana, ese debatirse en el vértigo del bien y el mal.

Prueba una infinita compasión ante ello en el sentido propio de soportar el dolor juntos. Nunca da la espalda, no abandona a nadie, Mishkin, hace siempre lo poco que los hombres pueden hacer los unos por los otros, no dejarse solos, perdonarse.

Condición de esta apertura es la simplicidad. Como si únicamente una persona que hubiera crecido como el príncipe fuera del rumor ensordecedor del mundo, en relación con la naturaleza y con los niños, fuese capaz de escuchar a su prójimo, naturaliter cristiana. Naturalmente está en condiciones de captar ese afanarse inútil del intelecto y del corazón, esa fatiga de lo pensado y lo esperado que es la gema que se halla en el fondo de cada ser vivo.

La bondad no es un hacer ni un dar –aunque el príncipe es generoso y en absoluto lerdo– sino ser. Ser con otro en la cruz. ¿Pero quién quiere verse en ese espejo? Mishkin da casi miedo, salvo a la madre de Aglaya, «buena» a su modo confusionista. Lo sienten cerca los ladrones, Natacha Filípovna crucificada por su caída, Rogozin crucificado por su necesidad. Lo siente Aglaya, como compañero imposible de una vida normal.

La bondad es inerme. El príncipe Mishkin se percibe débil, teme no lograr sobrevivir, no está hecho para navegar sobre las turbias olas del presente; en este sentido es «idiota». ¿Pero quién se mantiene a flote? No la clase a la que pertenece, que falta a sus deberes, no quien querría cambiar siguiendo los sueños del progreso. A los cultos nobles o burgueses o a Terentiev –también él en la cruz pero en una cruz, piensa Mishkin, equivocada– el príncipe opone su razonamiento lúcido y caluroso, Mishkin no delira. Pero nada logrará impedir, cuanto más comprenda menos podrá modificar. El mundo pertenece al mal. El pecado es la prueba de ello. La bondad es inútil. O al menos no pertenece al universo de la utilidad.

Tampoco el Cristo pertenece a ella. La salvación sigue siendo un misterio, el misterio de la cruz. Tras el breve paso por Petersburgo y Moscú, al príncipe no le queda sino volver a su clínica suiza o a Dostoyevski volver a mandarlo para allá. Terrible es la bondad. Tenía razón Rogozin. Es más que cristiana, es cristiano-ortodoxa, porque el catolicismo se ha corrompido en el mundo. Su morada es la antigua Rusia del corazón extremo, la espada alzada contra la modernidad devastadora, el liberalismo, la democracia, el socialismo, la cuestión femenina, corrupciones todas ellas de un bien original, todas en sentido propio idolatría. Se podría dudar en fin de que la bondad sea algo más que una paroxística y fantasmática virtud occidental.

Al realizar una película inspirada en El idiota (Idiot, 1951), Akira Kurosawa diseña la tragedia de los cuatro en el gélido Japón de posguerra, carente del humeante siglo ruso de mediados del siglo XIX, sin socialismo y sin cristianismo. Es una obra maestra. Pero mientras Dostoyevski reconocería a la espléndida Natacha (Setsuko Hara), a la espléndida Aglaya (Yoshiko Kuga), al espléndido Rogozin (Toshiro Mifune), no reconocería a Mishkin en esa criatura dulce y estupefacta (Masayuki Mori). Como si el amor y los celos y la desesperación y la violencia fuesen universales, lo absolutamente bueno, no.

Notas:

[1] Apollon Nikolayevich Máikov, poeta (1821-1897) es uno de los amigos y de los destinatarios más íntimos de la correspondencia de Dostoevskij. Cfr. E. LO GATTO, «Nota introduttiva» a F. Dostoyevski, L'idiota, Florencia, 1958, p. 3. Una parte más conspicua de la carta se halla publicada en F. Dostoyevskij, Lettere sulla creativitá, traducción al italiano y edición de G. Pacini, Milán, 1984, p. 81. Otros pasajes se encuentran en V. STRADA, «Il “santo idioto” e il “savio peccatore”», introducción a F. Dostoyevski, L'idiota, Turín, 1994, traducción de A. Polledro. La correspondencia completa se encuentra en F. Dostoyevski, Pis'ma, a cargo de S. Dolinin, vol. II, Moscú-Leningrado, 1930, pp. 59-66 [ed. cast.: El idiota, Madrid, Alianza Editorial, 1999 (traducción de Juan López-Morillas)].

[2] Sofía Aleksandrovna Ivanova es la sobrina más amada de Dostoyevski, a quien dedicará El idiota. Cfr. E. Lo Gatto, «Nota introduttiva», cit., y más ampliamente en F. Dostoyevski, Lettere sulla creativitá, cit., p. 84.

[3]Ibid.

[4] E. Lo Gatto, «Nota introduttiva», cit., p. 14. Otra declaración sumaria al respecto en F. Dostoyevski, Lettere sulla creativitá, cit., p. 92.

[5]E. Lo Gatto, «Nota introduttiva», cit., p. 14.

[6]Ibid., p. 7. Cfr. también en F. DOSTOYEVSKI, Diario de un scrittore, Turín, 1943.

[7] Ibid.