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Artículo
AdVersuS, Año II,- Nº 4, diciembre 2005
ISSN: 1669-7588
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¿UNA SEMIÓTICA NO-QUIJOTESCA?

Floyd  Merrell

 

Si el Congreso de 1989 de la IASS que tuvo lugar en Barcelona-Perpignan, del 30 de marzo al 6 de abril, algo indica, es que la semiótica estaría destinada a brillar dentro de la comunidad académica española. No sólo un importante centro de estudios semióticos español coorganizó el Congreso, acompañado por académicos provenientes de diversas regiones del país; entre los representantes del tercer mundo, los integrantes latinoamericanos resultaron los más visibles, especialmente los de Argentina, Colombia, México, Perú y Uruguay (y por supuesto de Brasil, primo cercano de la comunidad hispánica, que envió la acostumbrada delegación de diversos y excelentes semióticos).

Desprendiéndose de las cadenas

En la España contemporánea, la investigación en torno al Signo ha presentado desafíos incalculables. Cincelada por la devastación cultural que dejó el régimen de Franco, sus múltiples desvíos, baches y escollos resultaban aparentemente inevitables. Los teóricos españoles se volcaron a las tareas de investigación, sin embargo, del modo en que lo testimonia José Romera Castillo en su Semiótica literaria y teatral en España (en adelante SE),1 al señalar que: “hemos progresado... desde una pequeña minoría hacia una inmensa minoría. La inmensa mayoría no está todavía disponible” (SE:35).

El libro de Romera proporciona una reseña bibliográfica, más descriptiva que crítica, de los estudios literarios de semiótica en España, hasta el año 1988, que incluye y complementa los más recientes compendios bibliográficos, entre los que se destacan: Carrascal y Romera Castillo (1987), González (1986), Yllera (1986), y el propio Romera (1985). La bibliografía de Romera se basa en tres criterios: (1) investigaciones de españoles, escritas en lengua española –incluyendo a los estudiosos residentes en el exterior-; (2) escritos teóricos y análisis de textos, lingüísticos y estructuralistas, cuyo enfoque, según el autor sugiere, los aproxima con las investigaciones puramente semióticas; y (3) la exclusión de los estudios dedicados principalmente al significado y al significante, entendidos en el sentido tradicional de los términos.

La estructura de SE está organizada como un manual, y un libro de consulta base. Luego de una breve introducción, Romera pasa revista al desarrollo general de la Semiótica en España. Luego aborda la semiótica literaria, dividiéndola en narrativa y poética, cada una precedida por una sección sobre teoría, práctica, y referencias bibliográficas. Un capítulo aparte está dedicado a la semiótica teatral –el campo de especialización del autor–, también dividido en las mismas tres secciones. Al final del volumen, Romera ofrece una breve addenda bibliográfica, y un apéndice que incluye los documentos que delinearon la creación y organización, en 1983, de la Asociación Española de Semiótica, y de los dos Simposios Internacionales posteriores a ella: en Toledo, 1984 y en Oviedo, 1986.

 SE comienza con una breve reseña de los inicios de la semiótica en España durante la década del ‘60, la que comenzó a dar sus frutos en los ‘70, y creció rápidamente en la década siguiente. Múltiples condiciones se conjugan en este proceso. En primer término, y fundamentalmente, sobre el final de la década del ‘60 y principios de los ‘70, el régimen de Franco entró claramente en decadencia. A su vez, la comunidad de los estudiosos, que había permanecido cultural y políticamente marginada, comenzó a despertar de su prolongado letargo. Y gracias a un determinado grupo de intelectuales, los círculos académicos fueron abriéndose al ingreso de cierto aire fresco desde afuera de los límites de una sociedad aislada. El hermetismo se volvió extroversión, al principio tímidamente, pero luego este campo teórico tomó gran impulso hasta el punto de pretender abarcarlo todo, en un esfuerzo por recuperar el terreno perdido. Romera se apresura en señalar que sin embargo de ninguna manera la semiótica se convirtió en un instrumento de crítica contra el régimen franquista. Por el contrario, el uso del método analítico no respetó las fronteras políticas, puesto que los adeptos lo aprobaban tanto desde el  campo conservador como del liberal. Quedó no obstante el hecho de que el régimen generalmente frenó las corrientes intelectuales que se desarrollaban desde afuera del país. Esto generó una atmósfera asfixiante en lo social, en lo cultural y político, dentro de las universidades, tanto que a la larga condujo al enajenamiento de muchos estudiantes, que se volcaron hacia el movimiento de ideas del Mayo del ‘68 en París que también los impresionaba en gran medida. Los libros prohibidos, subrepticiamente introducidos en la escena académica, se volvieron irresistibles, prometiendo nuevas y excitantes ideas que posibilitaron a su vez la apertura de muchas mentes jóvenes a los “ismos” del momento ,sobre todo el estructuralismo y la semiología franceses.

Estos sucesos, prepararon en la década del '80, el escenario del primer Congreso Internacional denominado Semiótica e Hispanismo (1983), seguido poco tiempo después por la fundación de la Asociación de Semiótica Española. Las sesiones del primer Simposio Internacional de Toledo (1984), tituladas Teoría Semiótica, fueron publicadas en Investigaciones Semióticas I (1986) ,reseñadas por Merrell (1988a) en Semiótica. El segundo Simposio celebrado en Oviedo, El Teatro y la Vida Cotidiana será publicado por la Universidad de Oviedo. Asimismo, los años ‘80 fueron testigos de la fundación de varias sociedades regionales de semiótica, incluyendo la Asociación de Estudios Semióticos de Barcelona (1984), la Sociedad Andaluza de Semiótica (1985), y la Asociación Vasca de Semiótica. En la década del ‘90, se han realizado además numerosas jornadas, simposios, cursos especiales y seminarios sobre semiótica.

A pesar de esta ráfaga de actividad, Romera deplora el hecho de que España sigue retrasada en este campo, y señala que allí, la semiótica se encuentra claramente enmarcada en la corriente de la Modernidad:

Y cuando digo moderno no estoy haciendo otra cosa que evocar la antigua polémica clásica entre los llamados pre-modernos [antiguos] y los modernos. Aunque actualmente, esta dicotomía se ha convertido en una tríada manifiesta, una especie de ménage à trois, en el cual los pre-modernos y los modernos alternan con un posmodernismo, que a semejanza de un topo incansable, socava de forma virulenta el edificio de la modernidad...
Lo cierto es que la semiótica –literaria o de otra índole– pertenece propiamente a la modernidad, y que su primera y feroz batalla ha sido contra la fortaleza de la pre-modernidad. Para llevarla adelante, la semiótica literaria tuvo que aliarse, sobre todo, con otros “nuevos movimientos críticos”, y luego así poder aniquilar la teoría tradicional y el criticismo (SE:32-33).

Esta alianza con varias vertientes de los “nuevos métodos críticos”, incluyendo el formalismo, el estructuralismo y la crítica psicológica y sociológica, terminó condicionando a la semiótica, desde el momento en que cada una de estas aproximaciones teóricas necesariamente limitó sus alcances (por ejemplo, en lo relativo a la obra autónoma, a la relación autor-obra, lector-obra, y el contexto social de la obra, etc.). La semiótica literaria debía incluir dentro de sus parámetros, tal y como Romera indica, “la totalidad de la obra de arte, examinarla como un todo, demostrando que las partes que en ella se articulan y los aspectos que la influyen y la configuran, en un análisis final, convierten a esta totalidad en una producción única e irrepetible...” (SE:34). Esto conduce probablemente a la cuestión (que Romera adecuadamente reconoce) de la semiótica como una disciplina que, ante los ojos de los no-semióticos, aparece como disgregada, fragmentaria, y como un conjunto de teorías y técnicas analíticas demasiado eclécticas, en lugar de alzarse como un edificio metodológico de inspiración moderna, monolítico y asentado sobre bases teóricas sólidas. Por lo tanto, la semiótica literaria se encuentra inmersa en constantes disputas con otros métodos vigentes de teoría literaria, de inspiración moderna o pre-moderna. En lugar de declarar abiertamente la guerra contra los enemigos de la semiótica, Romera proclama una “coexistencia pacífica”. No se trata de “dividir–para–reinar, en términos de una batalla en la que el ganador al fin y al cabo se lleva todo”, ni es esperable que como resultado surja una comunidad homogénea de teóricos atinados (y más aún metodológicamente sólidos). Después de todo, las estructuras metodológicas monolíticas constituyen “al fin y al cabo, más que una fortaleza, una debilidad” (SE:35). Por consiguiente, el academicismo tradicional sin lugar a dudas terminará declinando. Y la semiótica literaria, ese astro ascendente en el horizonte, debe constituirse en un héroe de miles de rostros teóricos y críticos, con el objeto de aproximarse a la obra de arte desde la perspectiva más adecuada y, presumiblemente, el eclecticismo desmesurado entonces se verá moderado a través de apreciaciones más juiciosas asentadas en una base suficientemente amplia y profunda (SE:35-36).    

La tarea por hacer

En este punto, Romera ofrece algunas conclusiones, advertencias y sugerencias esclarecedoras: (1) Mientras que durante siglos la península ibérica ha producido algunos de los más importantes teóricos del Signo –por ejemplo, Poinsot, Peter Hispanus, y recientemente Luis J. Prieto y Dámaso Alonso– la mayor debilidad en la semiótica literaria contemporánea radica en su falta de originalidad. Sus enfoques teóricos son principalmente tomados tanto de la semiótica francesa (Barthes, Bremond, Greimas, Genette, Kristeva, Todorov), así como también de la italiana (Eco, Segre)  y de la Escuela de Tartu (Lotman, Uspensky). (2) A pesar de la carencia de trabajos teóricos propios, las investigaciones de semiótica aplicada a determinadas obras son voluminosas, quizás excesivamente voluminosas. (3) El valor de estos trabajos es por lo general decepcionante; en parte, debido a la escasez de investigaciones teóricas originales. (4) En lugar del verdadero diluvio de contribuciones académicas que se han suscitado efectivamente en los últimos años, sería más bien recomendable alcanzar entonces un adecuado equilibrio entre teoría y práctica. Finalmente, (5) un análisis amplio del panorama de la semiótica teórica entre los hispanistas de todo el mundo sería esclarecedor. Romera se mantiene optimista. De los “nuevos métodos críticos”, la semiótica posee la mayor coherencia y ha sido fehacientemente acreditada como el más fructífero de todos ellos. “Vamos por el camino correcto”, concluye Romera (SE:119).

Si bien muchas de las observaciones de Romera son correctas, por mi parte debo señalar ante ellas tres objeciones. En primer lugar, respecto de las conclusiones (2), (3) y (4), Romera se lamenta también en otro trabajo (1986:478), después de esta observación sobre la carencia general de teoría y especialmente de teorías originales en la semiótica literaria española, señala que “En este aspecto, estamos viviendo en un tercermundismo teórico, adoptando y aplicando, con mayor o menor aplomo, modelos extranjeros” –aunque él más adelante modifica su opinión con la observación de que “tenemos esperanza y confianza en que continuaremos progresando ya que tenemos la capacidad de hacerlo” (Romera 1986:480). Tal y como yo señalara en mi reseña de Investigaciones Semióticas I (Merrell 1988a:353-354), la teoría literaria en los Estados Unidos también sufrió ciertos síntomas de “tercermundismo”, en particular considerando la corriente francófila de las últimas dos décadas. En los Estados Unidos, tanto como en España, los trabajos de aplicación de la teoría a casos concretos y los trabajos de divulgación han pesado más que la elaboración teórica. Da testimonio de ello la gran cantidad de estructuralistas, posestructuralistas y deconstruccionistas, comparada con el pequeño grupo dedicado a la investigación teórica original. Más aún, si la recomendación de Romera en (5) es llevada a la práctica en un futuro cercano, probablemente llegase a la conclusión de que en Latinoamérica el estado de cosas es el mismo que en España: los imitadores y los aduladores superan ampliamente en número a los innovadores y a alguno que otro ocasional iluminado. Y con respecto a los hispanistas radicados en Estados Unidos, sus recientes trabajos teóricos y métodos críticos, semióticos o no, muy a menudo sólo provocan indiferencia o incomodidad.2

Mi segunda objeción es relativa a la conclusión (1), la concepción de Romera sobre la “semiótica” y su valoración del lugar que ocupa dentro de la comunidad académica es, desde mi punto de vista, deficiente. A tal punto de que llega a fallar en la demarcación adecuada de los límites entre semiótica y semiología. Por supuesto que no es el único que posee este enfoque. Como ejemplo, puede mencionarse a Terence Hawkes (1977: 24) quien sostiene en su conocida obra Structuralism and Semiotics que los conceptos semiótica y semiología...

son utilizados indistintamente para referirse a [la “ciencia de los signos”], la única diferencia entre ambos proviene de que semiología es preferido por los Europeos que siguen la acepción acuñada por Saussure, y semiótica suele ser utilizada por los teóricos de lengua inglesa, siguiendo al americano Peirce.

Poco después, Hawkes señala que las fronteras del “campo semiótico”, si es que ellas existen,

se superponen con las del Estructuralismo: los intereses de ambas teorías no resultan diferentes en lo fundamental; a largo plazo, ambas deberían ser incluidas dentro del campo de una tercera disciplina que las contenga llamada sencillamente Comunicación. En dicho contexto, el Estructuralismo como método de análisis probablemente emergería conectando los campos de la lingüística, la antropología y la semiótica (Hawkes 1977: 124).

En las páginas finales de este libro, Hawkes realiza un viraje abrupto y precipitado hacia la concepción triádica del signo elaborada por Peirce, sin exponer prácticamente su radical divergencia frente al dualismo saussureano. Luego, utilizando ejemplos de la Literatura, regresa a Saussure con la declarada intención de ejemplificar la metodología semiológico-estructuralista, y llamativamente, ignora a Peirce.

Considerando estas aventuradas afirmaciones de Hawkes, Thomas A. Sebeok razonable y juiciosamente advierte que 

No podría haber una construcción más engañosa de los hechos en esta temática, pero esta falsedad y esta deformación de los acontecimientos históricos, se deben a nuestra propia inercia, que hasta el momento ha postergado la investigación seria de nuestro verdadero linaje (1986: 80).  

Las apreciaciones de Sebeok son oportunas. Desafortunadamente, muchos teóricos continúan hoy utilizando indistintamente los conceptos de semiología, semiótica y en algunos casos incluso estructuralismo, mientras que otros –entre los que se destaca Umberto Eco (1976)– han intentado sintetizar estos términos en una instancia que los abarque y los contenga. 

Evaluando específicamente la situación de España –consideración ésta que podría, desde mi punto de vista, extenderse también a América Latina– el problema central que dificulta la adecuada delimitación entre semiótica y semiología responde en parte a las consecuencias de un proceso histórico. Las comunidades Española, Portuguesa, Hispanoamericana y Lusitano-Brasileña, han sido muy receptivas a las tendencias provenientes de Europa continental, especialmente de Francia, y en menor medida de Inglaterra, los Estados Unidos  y otros países. Por consiguiente, Saussure fue introducido en estas comunidades antes que  Pierce, y de ese modo la semiología sentó sus bases aún antes de que  la semiótica fuera conocida, y luego el foco se centró en Barthes, Greimas, Todorov, y otros, antes aún de que la concepción triádica del signo (que hasta el presente no ha alcanzado pleno desarrollo dentro de la semiótica literaria), fuera adecuadamente reconocida. Sea como fuere, una definición más precisa de las premisas, métodos y objetivos, es necesaria, al menos desde mi punto de vista, para  que sea alcanzado el amplio panorama de posibilidades que espera a los semióticos literarios –y a todos los semióticos en general– de la Península Ibérica y de América Latina.

Si yo digo que ha habido demasiado Saussure y no suficiente Peirce, confío en que esto no suene a chauvinismo cultural; sino que sea recibido con aceptación, ya que los trabajos de Pierce, y más específicamente los de teoría pierceana, parecen ser la “nueva ola futura” –especialmente considerando las conclusiones del Congreso Internacional Sesquicentenario del filósofo americano, celebrado en la Universidad de Harvard, en septiembre de 1989. En este contexto, un giro pierceano parecería más que propicio.

Un  leve  malentendido

Finalmente, debo señalar una divergencia terminológica a partir de mi examen de SE, relativo al nexo que Romera establece entre lo que él llama “modernidad” y los estudios semióticos contemporáneos en España. Para ir directo al punto, el concepto pierceano del Signo no encaja dentro del arsenal teórico de la modernidad. Por el contrario, los elevados sueños modernos se encuentran mucho más próximos al formalismo o al estructuralismo –desprendimientos de la lingüística saussureana–, así como también lo está el “nuevo criticismo” norteamericano (que en esencia no fue más que la respuesta de los humanistas al positivismo empirista, la empresa modernista par excellence; pero, a su vez, el reconocimiento de su subordinación a él). Pierce, quien en ciertos aspectos es un hombre de su época, en otros es enteramente un posmoderno (Ver Merrell 1988 b). Un breve resumen sobre este punto resulta necesario antes de continuar.

El grupo de teóricos posmodernos, aún desde las sombras, ha jugado un papel central en el surgimiento, se lo considere positivo o negativo, del revisionismo histórico y la “arqueología”, en la introducción de conceptos tomados de la vida cotidiana como las prácticas sociales, la teoría literaria, y la crítica cultural, la ciencia como producción social, el conocimiento como sistema simbólico, y la cultura como contexto dialógico y polifónico de las interacciones. Cada vez resulta más evidente que el posmodernismo debe ser definido no en términos de una cierta teoría, sino como un conjunto de técnicas que se articulan dentro de un corpus de condiciones culturales (Foster 1983). En otros términos, el enfoque se centra más en las palabras que en las cosas.

Las aproximaciones “literarias” a la cultura fueron propagadas durante un tiempo y de manera diversa por destacados exponentes de las ciencias sociales, especialmente a partir de los estudios etnológicos. Sin embargo, en general, la literatura no recibió una aceptación adecuada por parte de la intelligentsia. Desde el siglo XVII, la literatura fue excluida del círculo de “discursos cognitivos serios” debido a sus connotaciones emotivas, su naturaleza especulativa y la carencia de la deseada univocidad de todo discurso científico. Para el siglo XIX, el discurso literario, y más específicamente la ficción en prosa, había evolucionado como una institución burguesa, ocupando su lugar entre las otras artes. No era considerada entonces una disciplina utilitaria, aunque sí culturalmente necesaria para la transgresión experimental y el cuestionamiento de los valores culturales preconcebidos.

Esta tendencia se acentuó con la escritura “moderna”, que se puso como objetivo liberar el llamado significante –aquí es más apropiado utilizar la terminología semiológica antes que la semiótica– a partir de una economía del discurso teniendo en cuenta que éste es determinado por una secuencialidad lineal de uno a uno entre la naturaleza del significado y la intención del autor. Por lo tanto, escribir era reflejar el mundo, reflejando a su vez el pensamiento del autor; en última instancia, era un volverse sobre sí mismo en una autorreferencialidad narcisista. De allí que surja la autonomía de la obra de arte, las técnicas poéticas de introyección intuitiva, ajenas a las del sentido común, y la búsqueda totalizadora de la palabra definitiva, aquel Significado Monolítico –la Verdad. Por ende, la modernidad fue incapaz de lidiar con esta incertidumbre e indeterminación, con la ambigüedad, la ironía, las paradojas y la vaguedad (Hutcheon 1988: 30).

Por supuesto que Kant lideró el ataque frontal de la modernidad contra la fe occidental en su capacidad de conocer el “mundo-allí-afuera”. Pierce y otros, más tarde emprendieron su propia ofensiva en el mismo sentido. La ciencia posmoderna, actualmente reconoce, en general, que nunca existió un mundo cognoscible “allí-afuera”. Lo real es meramente producto de una elaborada construcción de la racionalidad y no algo objetivo a la espera de ser representado por el más fidedigno de los espejos: el lenguaje.  Actualmente, entonces, lo real no es más que una ficción o, como diría Nietzsche, una fábula, ya que una fábula no es más que algo narrado –carece de existencia fuera del relato. La postura tradicional, puramente cientificista, concebía al científico como un espectador objetivo del drama del mundo, y ese relato que concebía a la ciencia como un theoros,3  ya no tiene vigencia, proclama el epistemólogo posmoderno Stephen Toulmin (1982: 255).

Desde el viril programa moderno que pretendía subordinar al lenguaje colocándolo en una clara relación de sumisión a sus objetivos, surgió así el pensamiento posmoderno. El lenguaje aparece entonces liberado para hacer su tarea, ya que, después de todo, es el portador de la opinión de una comunidad. En lugar de la repulsa moderna ante los saberes de tradición oral, los posmodernos conciben todos los saberes como un elaborado conjunto de discursos, ya sea que se trate de los “grandes relatos” de la ciencia, o las petits narratifs tradicionales (Lyotard 1984). Ya no es posible sostener la confianza positivista en modelar el lenguaje para que se ajuste a los propósitos epistemológicos propios. La ciencia no puede pretender escapar de la “tiranía de las palabras”, aún cuando desarrolle su propia terminología técnica.

El lenguaje como espejo del mundo es entonces reemplazado por el lenguaje entendido como proyección de sí mismo. La ciencia retoma la empresa a la que se dedicaba en la antigüedad clásica -la cosmología especulativa- y en consecuencia la episteme da un giro radical. Esto condujo a Ihab Hassan (1987: 62), entre otros, a pronunciar eufóricas proclamas como la siguiente:

[R]elatividad, indeterminación, complementariedad e incompletitud, no son solamente idealizaciones matemáticas; son conceptos que comienzan a formar parte de nuestros lenguajes culturales; son parte de un nuevo orden del conocimiento fundado tanto en la inmanencia como en la incertidumbre.
Más específicamente, el posmodernismo, en su vertiente etnográfica, no es un discurso que describe un saber ni produce acciones. Más apropiadamente, resulta meramente “evocativo” (Tyler 1987: 199-216). Así como tampoco pre-senta, ni re-presenta. Se constituye como el discurso que se coloca por fuera del conocimiento científico tradicional, sistematizado por la unidad esperanzada en un método racional, por el concepto de verdad entendido como correspondencia, y por la verificabilidad empírica a la que Eugene Rochberg-Halton (1986: 230-272) despectivamente utiliza como determinante para encuadrar a la modernidad como un “nominalismo cultural”. La visión posmoderna, en contraste con el “nominalismo cultural” o la forma posestructuralista del “empirismo radical”, es dialógica. Se centra en la interacción entre el lector y el texto, el hablante y el receptor, el individuo y el medio cultural en el que éste se encuentra inmerso. Es decir que el posmodernismo tiende a un enfoque similar al del diálógo pierceano entre el intérprete y su comunidad, y a su vez ambos en interacción con lo interpretado para llegar asintóticamente –more geometrico– hacia su finalidad. De este modo, hemos alcanzado el final de la teoría especulativa del conocimiento que escapa a lo “semióticamente real” con la vana esperanza de alcanzar la “realidad objetiva”. Esta tendencia señala además el fin de la hegemonía de la stasis sobre los procesos, de las cosas sobre los acontecimientos, y de los sustantivos (indicabilidad –señalamiento, ostensión, univocidad, verdad) sobre los verbos (iconicidad –el lenguaje como propiedad, como inmediatez). En otras palabras, es el regreso a la “racionalidad concreta” despertando del sueño de la razón cartesiana (CP 1.615, 5.432).

Traigo a colación estos tópicos porque deseo situar la idea de la cultura como texto dentro de la semiótica de Peirce, esto es mundo cultural como semiosis, o como lo “semióticamente real”. En verdad, el planteo puede ser desarrollado aún más: el universo es semiosis, una verdadera profusión de signos (CP 5.448n), y lo “semióticamente real” no es, ni de ninguna manera puede ser, –en el marco de un mundo finito de seres finitos–, congruente con la “realidad objetiva”. Por el contrario: es lo generado por una sociedad en particular, por una determinada forma de concebir el mundo. En este contexto, la semiosis, tal y como es percibida, concebida y expresada por el lenguaje cotidiano, es sencillamente el universo como signo.

Esta concepción destaca la incesante lucha de Pierce contra las abstracciones  excesivas. Roland Barthes (1972), Gilles Deleuze y Félix Guattari (1983), y Jacques Derrida (1978), entre otros posestructuralistas, demuestran cómo a lo largo de la modernidad se ha desarrollado un proceso de abstracción creciente, en el cual todos los significados fueron convirtiéndose eventualmente en significantes (o en términos pierceanos, los íconos e índices convirtiéndose en símbolos). El tema es retomado también por Baudrillard (1981) y Jameson (1983), quienes lo atribuyen al surgimiento del capitalismo multinacional y la sociedad de consumo. Este “fetichismo del significante” o de lo “abstracto” fue señalado mucho antes por Pierce, quien, enmarcado en el contexto de la modernidad, fue en muchos aspectos un pensador  no-moderno.

Por consiguiente, y a diferencia de lo que sostenía Romera, la semiótica (precisamente la pierceana) no pertenece a la modernidad, tal y como es entendida cuando se la contrapone con la posmodernidad. Es, en cambio, la semiología la que  pertenecería a la modernidad.

Una  cuestión  de  detalles

Hay todavía otro motivo por el cual presento de este modo al posmodernismo. En mi reseña Investigaciones Semióticas I evoqué el nombre del filósofo, crítico y ensayista español José Ortega y Gasset, y repetiré también aquí dicho gesto. Por supuesto que es imposible caracterizar la complejidad del pensamiento de Ortega en una breve reseña. Diversos tópicos, sin embargo, se destacan en cualquier revisión, aún superficial de su obra filosófica: el historicismo, el vitalismo, el perspectivismo, y en sus últimos trabajos, el existencialismo. Principalmente, su definición del Yo como lo que hacemos y lo que nos pasa, contenida en su frase clave: “Yo soy yo, con mis circunstancias”, que implica una postura radical que concierne a un mundo “semióticamente real”. “Circunstancia” (curcum stantia) consiste en una interacción entre el yo y los signos de su medio ambiente: lo que Yo hace con ellos, el modo en que interpreta –y el modo en que es interpretado por– los signos particulares que lo rodean.

La concepción de Ortega es también una forma radical de convencionalismo fundada principalmente en el lenguaje, casualmente en este siglo, el siglo del “giro lingüístico”. Tal y como Aldous Huxley (1981: xii) en una oportunidad señaló de manera contundente: “Toda cultura está basada en el lenguaje. Sin lenguaje, no hay cultura”. Desplazando esta frase a la esfera general de la semiótica, puede decirse que los signos son el “universo semiótico real” de una comunidad. Si esta afirmación parece exagerada, sin embargo enfoca de manera eficaz la potencia, versatilidad y ubicuidad del Signo. Entonces, nuestros signos tienen sus límites, particularmente en la determinación de la naturaleza de lo “real” qua “real” hacia la cual un “universo semiótico real” dado, no puede más que aproximarse. Ortega era de la idea de que las perspectivas no podían sin embargo ser relativas en su conexión con el Otro. La idea moderna de la verdad en términos de existencia de un mundo “allí-afuera”, estable y firme como una roca, y por otra parte un observador “aquí-adentro” capaz de aprehenderlo objetivamente, resulta una idea tan ajena al perspectivismo como al convencionalismo –y a Peirce, debo agregar.

La doctrina original del convencionalismo fue formulada principalmente por Henri Poincaré (1913), a finales del siglo XIX, en base a su consideración alternativa (no euclideana) de la geometría y los fenómenos inexplicables desde la perspectiva del paradigma clásico. Poincaré proponía que la referencia a la realidad empírica no resulta suficiente para resolver los problemas científicos. Deben introducirse para ello convenciones particulares que, conjuntamente con los datos empíricos, puedan conducir a una resolución. En el siglo XX, el convencionalismo, especialmente el de B. L. Whorf  (1956) ha adoptado –aunque no por completo– la esfera semiótica con la propuesta de que el lenguaje por sí mismo determina la naturaleza y estructura de nuestro propio “mundo semióticamente real”, y en consecuencia adoptando diferentes lenguajes, se construyen distintas representaciones de lo “real”. Parafraseando a Whorf (1956: 253), de algún modo, cada “mundo semióticamente real”, dependiente del lenguaje, implica una metafísica, que sirve para cortar artificialmente de un modo diverso el tejido continuo y el fluir de lo “real”.

La relatividad del lenguaje de Whorf si no fue directamente influida por la relatividad de Einstein, presenta al menos puntos de contacto con ella (Ver Heynick 1983). La cuestión es que el perspectivismo de Ortega (1923: 149-168) sí se encuentra directamente inspirado por la relatividad einsteiniana. Este enfoque es enteramente posmoderno, aunque en otros aspectos –por ejemplo en su tesis de “la rebelión de las masas” (1929)– está claramente enmarcado en la modernidad.4 La agilidad camaleónica del perspectivista es propensa a la idea de que la “razón pura” es infinitamente mutable, y sólo es capaz de “inventar sistemas de orden” (Ortega 1923: 165). La geometría euclideana es una más entre muchas otras, y ni ella ni la de Reimann ni la de Lobachevski son aisladamente capaces de dar cuenta de lo “real”. Por el contrario, “lo ‘real' selecciona dentro del rango de todos los órdenes posibles aquél con el cual tiene una afinidad más cercana” (Ortega 1923: 165).

Cada comunidad hace lo mismo para el desarrollo de su peculiar estructura mental para percibir lo “real”. La inversión de la “razón pura” que hace Ortega encaja aproximadamente con el punto de vista anti-cartesiano de Peirce sobre la comunidad, cuyo conocimiento de lo “real” no es inmediato sino mediado siempre, y de un modo indeleble, por los signos. Cada sujeto cognoscente –en verdad, toda comunidad de sujetos cognoscentes– no es un medio transparente o un ente de identidad fija radicalmente separado del mundo. Cada individuo, cada comunidad, encarna un punto de vista en continua interacción con el mundo; individuo y comunidad son ambos procesos dinámicos, y no son objetos. En una oportunidad, Ortega (1947: 41) señaló que carecemos de una naturaleza inmutable, somos historia; la historia es a nosotros lo que la naturaleza es a la arquitectura del mundo. Es decir que el mundo físico y los seres humanos son entes temporales: ellos son (y son en) el tiempo. Pierce dice básicamente lo mismo sobre todos los signos, y sobre el universo. Y, por supuesto, esta idea se aplica también a la literatura –después de todo, la presente reseña se ocupa de un libro de semiótica literaria. La literatura, de acuerdo con la concepción pierceana de los signos en general, y la de Ortega sobre los seres humanos y sus circunstancias, habla del mundo, pero desde el momento en que no puede haber –pace el posmodernismo y Pierce– una representación del mundo en general enteramente no-poética o no-ficcional, nuestro conocimiento de la literatura y del mundo permanece desproporcionado frente a éste como totalidad. Sin embargo, precisamente es esta misma inconmensurabilidad la que proporciona el asombro que impulsa los esfuerzos de los escritores por decir lo indecible, y de los semióticos por comprender lo incomprensible. En esta dirección, la sugerencia de Romera (SE, p. 120) es oportuna: la semiótica y la literatura están inmersas en un recíproco “tire y afloje”.

He recorrido hasta aquí un sinuoso camino, circulando por varios senderos accesorios y quizás algunos callejones sin salida. Al cabo de ello, el punto que debe destacarse es que la observación encubierta de Romera relativa a que la semilla de la semiótica permanece adormecida, esperando los más propicios calores de la primavera, y el ambiente adecuado, para intentar germinar en el pedregoso suelo español, es de algún modo, modesta. Según mi punto de vista, los semióticos españoles tienen el potencial para ingresar en la discusión semiótica internacional (1) colocando en primer plano el hecho de que España y los españoles han contribuido al progreso de la investigación en el pasado, y (2) a partir de la amplia ventaja de contar con el respaldo de compatriotas como Ortega, irrumpiendo desenfadadamente en la escena contemporánea.

En este sentido, el libro Semiótica literaria y teatral en España, de José Romera Castillo,  puede proporcionar un delicado espaldarazo en esta dirección.

Notas:

[1] José Romera Castillo, Semiótica literaria y teatral en España. Kassel: Edition Reichenberger, 1988. 

[2] Esto parece contradecir la afirmación con la que inicié esta reseña. De ninguna manera pretendo desacreditar los esfuerzos hercúleos de un grupo relativamente pequeño, pero en crecimiento, de semióticos literarios en España y Latinoamérica, muchos de los cuales trabajan en un virtual aislamiento y deben enfrentar insoportables adversidades económicas. En conjunto, ellos han dado un enorme paso hacia el posicionamiento de la comunidad hispánica en el mapa teórico. Los esfuerzos conjuntos que permitieron la fundación de Dispositio en los Estados Unidos (un periódico hispano de semiótica), así como también de un enorme grupo de publicaciones en el mundo hispano dan testimonio de este crecimiento. 

[3]  “Theorós”  es espectador.  ¿No quedaría mejor así? Es sólo un tema de versiones, la idea es la misma: "la postura tradicional del científico como espectador del drama del mundo y el relato que él cuenta acerca de aquél como espectador ya no tiene sentido, proclama....."

[4] Como muchos de sus destacados contemporáneos europeos, Ortega alcanzó la madurez al mismo tiempo en que nacía un enfoque enteramente novedoso del mundo, cuando la Modernidad declinaba y la Posmodernidad comenzaba a surgir. Ortega fue extraordinariamente sensible a este proceso. Por consiguiente, si bien se mantuvo dentro de la Modernidad, sin embargo empujó los porosos muros de ésta para ver un poco más allá que muchos de sus contemporáneos (Ver la reciente biografía intelectual de Ortega por Gray 1989).

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Publicado en Semiótica 86 – 1/2  (1991), 137-149. Traducción al español corregida por el autor.