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AdVersuS, Año II,- Nº 3, agosto 2005
ISSN: 1669-7588
1

EL HÁBITO DE MEDIAR: HISTORIA DE UN CONFLICTO PRAGMÁTICAMENTE MATERIAL

Armado Minguzzi
Istituto Italo-argentino
di Ricerca Sociale

 

Resumen:
En este trabajo se analiza el concepto de mediación. Primero a través del pensamiento materialista, del cual el marxismo resulta un componente central, para llegar así a la reformulación gramsciana de la hegemonía. Posteriormente vincula dicho concepto al pensamiento de Peirce, y allí se hace hincapié en la malla categorial de objetos e interpretantes que desnaturalizan el objetivismo y los roles sociales como determinación del hecho significativo. La mediación deviene instauración sígnica del conflicto, su materialidad quita de lo histórico todo matiz finalista y en esto se acerca a la semiosis infinita de corte peirciano.

Palabras clave:
Semiosis - Hegemonía - Diálogo

La idea, manifiestamente moderna, de separar lo social entendido como proceso, en esferas poseedoras de particularidades, en universos que emerjan a través de su propia legitimidad significativa, instala un concepto para retener la visión procesual, la traductibilidad. A la sazón, el proceso homogéneo se convierte en conflicto de autonomías, la discontinuidad proclama la inverosimilitud de lo biplano, donde lo ausente legitima y lo presente sufre la determinación unívoca de lo perfecto en sí o lo incognoscible. Este proceso de reconocimiento de autonomías viabiliza la traductibilidad en el marco de una jerarquización que, bajo un halo materialista histórico, asume la mediación como acceso a la desnudez de los objetos (existentes) entendidos racionalmente.

1. La mediación materialista y su matiz teleológico

Hasta aquí, la mediación, bajo el augurio de la traductibilidad entendida como el establecimiento del conflicto, resulta ser una praxis que, distanciamiento mediante, permite la apropiación del proceso sígnico social por el sujeto, entendido teleológicamente. Esta presentación hace posible una lectura del pensamiento materialista que tome en cuenta lo problemático de la mediación dentro del marxismo en su afán programático. Aparece así uno de los tópicos claves, el ser genérico (Marx (1949)).

Visto el marxismo como un programa de desalienación, conviven dentro de él dos conceptos, la historia y el trabajo social medio, que son, como instancias programáticas, las que legitiman la factibilidad del ser genérico (reconocimiento-instauración de una clase).

El encuentro con los objetos es una traumática constatación de la alineación o parte de la historia de la consciencia (de sí) que llega al espíritu absoluto rescatando la esencia de lo cósico en su andar (Hegel (1983)). Será la instalación no de un distanciamiento sino de una inscripción, es decir, la mediación marxista en la cual los objetos pierden su inmediatez cósica, historia y trabajo social mediante, la que permitirá el traspaso conceptual del hombre-esencia al hombre como relativizador de las autonomías objetuales, sencillamente un pasaje del tópico hegeliano de la contemplación a la conceptualización del encuentro con el otro inscripto en el objeto, pero que hace de éste un trozo de historia ajena, es decir trabajo (pasado) que constituye mi presente.

El relevamiento del tan mentado programa del pensamiento materialista histórico y del marxismo como un componente central nos remite a esta mediación doble o, para ser más justos, componencialmente doble (trabajo social medio e historia) desde una perspectiva semiótica de filiación monista. Las dos ideas antes mencionadas como partes constitutivas del hecho mediático podrían ser pensadas como metatextos, pero el establecimiento de este tipo de jerarquización metatextual en clave unilateral conlleva dificultades insalvables para entender la mediación desde el materialismo histórico como un hecho productivo y no ya de reflejo u homología (Williams 1977).

La instauración del trabajo social medio como categoría legitimadora y relativizadora única del mundo objetual reclama cierto matiz sincrónico. Esto posibilita la no jerarquización de los procesos que, en definitiva, viabilizan la aparición cualitativa del objeto, en el que los códigos actuantes que lo sostienen consensualmente poseerían rasgos e influencias no construidos. Se da paso así a una determinabilidad plural en donde el futuro no opera como dador de recorridos de lecturas del objeto (en su existencia relacional); es decir, no lo reconoce como proceso de estructuración creciente o desautomatizante ni como portador de elementos residuales explicitadores de la no homogeneidad del hecho histórico como tensión y/o pasaje entre/a través de sistemas (contextos) que brindan sentido (Goldmann 1970, Lefebvre (1975)).

Se podría argumentar que la categoría de trabajo social medio ya es en sí un hecho procesual, o mejor aún que contiene lo histórico; pero el quehacer cargado de futuridad utópica que el marxismo propone, y su postulación del sujeto genérico, no sólo nos hablan de esta categoría como un medio sino que además enuncian la instauración de lo nuevo como un hecho cualitativo: aparece así la materialización de la diferencia. Es esta diferencia que no reclama homogeneización sino especificidad de prácticas sociales, o mejor aún relativas autonomías sígnicas, la que fuerza a la categoría de trabajo social medio a aceptar su complementariedad, o sea instituirse como acto mediador sólo junto a una concepción de la historia como hecho programático y dador de cambios cualitativos.

En caso de apostar a la historia como proceso legitimador único, esto es, como metatexto que modeliza y provee de estructuración a los hechos sociales, estamos cercanos el peligro de otro tipo de homogeneización: el historicismo absoluto,1 lo que llevaría a una lectura emergentista de singularidades sin tensiones, o mejor aún, sin el soporte de las tensiones que son los actores sociales constituidos en otros a través de su trabajo (social medio). Tensionar significa reconocer al otro como real. Puedo hacerlo, como limitación de mi propio proceso estructurador de lo verídico entendido instantáneamente, o a manera de potencialización, cuando veo en él la acumulación de prácticas sociales (trabajo social medio) no irreductiblemente, sino como futuridad de cualidad distinta que nos incluya, al otro y a mí de manera consensual y conflictiva.

El distanciamiento de estas dos instancias mediadoras genera un mecanicismo que ha sido redefinido como materialismo vulgar o metafísico por la tradición marxista italiana de este siglo (Gramsci, [1975]). En lo relativo a la mediación, nuestro interés consiste en verla no ya como un pasaje que subliminalmente nos reenvía al proceso social entendido en su visión dualista, mediando así entre objetos u órdenes determinados en sentido unívoco valorados desde sus posiciones incontaminables, sino como una producción sígnica que cargue con la actualización significativa en tanto limitación cultural-social.

En la historia del pensamiento materialista existen distintas formas de entender la mediación. Una de ellas es considerarla conocimiento (Lúckacs (1969)): en esta visión el mundo objetual posee una inmediatez que se sobrepasa instalando en el reconocimiento la noción relacional, es decir, mediar en este caso significa instalar los objetos en la red de la realidad en términos totalizadores, que posibilitarán la desestructuración de la inmediatez de clase (burguesa). Es esta visión la que aclara que la mediación constituye la producción real del objeto, esto es, su significación en tanto finalidad en el proceso de apropiación de la red de los realia. De la inmediatez de los objetos pasamos a la realidad de la red que funciona como instancia mediadora de la apropiación de clase que destruye cualquier tipo de autonomía objetual como proceso sígnico. Volvemos al esquema finalista que hace de la mediación un pasaje, es decir, que la superación de la alineación resultaría un metatexto cuyo lugar está fuera de las semiosis, por lo tanto lo utópico cobra un valor extrasígnico colocándose así más allá de la materialidiad del proceso social actual. La única instancia de traductibilidad reconocida es la red de los realia, total, sin fisuras.

Cualquier tipo de objetivación vista como acumulación de praxis social que autónoma relativamente viene a reclamar el pasado, o mejor aún la otredad del presente, será vista como alineación, como lo otro irreductible que me limita en mi finalidad y no como potencialización de mi momento actual. El ser genérico, la apropiación de la red por una clase, podría ser interpretado dentro del marco del pensamiento materialista como un resabio del idealismo por su vocación finalista.

Hay otra forma de entender la mediación, y no es ya como pasaje sino como instancia puramente legitimadora (Bajtin, 1929, [1979]). Esta visión de lo mediático tiene que ver con el reconocimiento del objeto en tanto reconstrucción de las tensiones que lo generan, llamadas a su vez instancias dialógicas que se apoyan en sujetos situados socialmente. El pasaje de las relaciones dialécticas a las relaciones dialógicas remite a los sujetos como materialidad de las tensiones que devienen de su situación social distinta. En este contexto, la mediación se convierte en marco de pertenencia; la tercera voz,2 se entiende como desarrollo del signo en tanto cualidad, es decir en la superación de esas tensiones históricamente determinadas y que una lectura materialista histórica llamaría instalación de otras tensiones. La tercera voz bajtiniana en tanto mediación resulta un recorrido de lectura de la historia como hecho conflictivo y material, que no es lo mismo que materialmente conflictivo. Es donde se entiende la aparición de lo material como generador de conflicto desde su inocultable parcialidad.

La objetivación sígnica (emisión de un enunciado) genera una pertenencia, y así entendida hace de la mediación una actualización de mi condición material, es decir sería interesante pensar la mediación en términos materialistas históricos como la inscripción de mi accionar sígnico, que contiene mi pasado en tanto constitución actual y mi futuro como sentido de mis relaciones a extender, en el proceso social y a manera de hecho parcial que instaura la otredad. La objetivización que representa mi actualidad me brinda el espesor de prácticas sociales acumuladas que me posibilita, a su vez, ser el otro para sujetos no inscriptos en mi objetivación como hecho programático y representativo.

Para un entendimiento de la mediación que vaya más allá de la concepción finalista, es decir que haga del mediar una instancia de la traductibilidad de tono actualizador, tenemos que entender el conflicto como materialidades enfrentadas; haciendo esto, reconocemos la instauración de un elemento cualitativo-significativo como choque de cadenas estructurantes (Lotman 1970), que no son otra cosa que prácticas sociales acumuladas.

La instalación de una cualidad objetivada en el diálogo social media en tanto objeto para constituirme futuramente como consenso pertinente.

En este sentido, la concepción de la hegemonía como proceso material en el cual estoy instalado, y donde las esferas sociales no se manifiestan como particularidades excluyentes sino como productos de diálogos constantemente actualizados (sería mejor contextualizados cualitativamente mediante su contaminación jerarquizante), pone a salvo la materialización de su versión finita y teleológica.

La cualidad hegemónica resulta ser el proceso total que evita así todo tipo de mandato enviado por el mundo objetual a los sujetos históricos, o toda forma de división entre objetos y acciones, entre trabajo acumulado e historia. Mediar, en este proceso total, significa poner en juego un universo relacional jerarquizado, que se encuentra, productivamente con otro universo parcialmente similar con jerarquías diferentes (leídas en prácticas objetivadas) que representan un marco de pertenencia diferente para mi praxis futura.

Dos formas de entender la desalienación se contraponen. Una mediante la apropiación de los objetos hasta ese momento inmersos en el extrañamiento de la ajenidad irreductible; dicha apropiación historiza la red objetual al constituir a la instancia de construcción del tejido social en legitimación de un sujeto (de clase). Este, en su función de productor-poseedor, deviene teleológico; pero en verdad, la tensión diferenciadora que emerge de la otredad, en tanto momento consensual ulterior, desnaturaliza este dualismo (producción-posesión) y lo instaura como actualización constante de la producción sígnica.

La otra contrapone a esa esencialidad funcional la explicitación del conflicto; es allí donde los roles sociales se convierten en la materialidad de los sujetos cuando la actualización deviene de la práctica sígnica, esto es, se tornan creación de una objetivización significativa que me representa como acción dialógica. Esta segunda visión, tan cercana al concepto de hegemonía que sobrepasa la materialidad unívoca de la función social entendida como esencialidad deudora de la producción-posesión de objetos extraños (sin ser considerados historia en la cual me inscribo desde mis prácticas expresivas), reivindica para sí la plurideterminación del rol social como praxis presente. Será entonces en este desbaratamiento de la naturalidad de las determinaciones en donde se manifiesta la semiosis como proceso material total. La categoría de semiosis homogeiniza la materialidad de lo existente, por lo que, torna la pluralidad determinante en valorizaciones jerárquicas pero siempre dentro del marco consensual que resulta histórico e intersubjetivo.

2. Para un pragmatismo materialista: Peirce

Se podría argumentar que cierto pragmatismo (Peirce [1935-1966]), contrapone la idea de semiosis en expansión a la de conflicto social, pero en realidad si este tipo particular de pragmatismo entiende lo exitoso en el marco de lo verdadero (Eco 1979) y a lo verdadero lo sitúa en un proceso constructivista de praxis intersubjetiva (científica, para Peirce), la significación expansiva no resultará una sustancialización de la ausencia que legitime como real a lo sígnico-histórico, sino un cotejo de prácticas (hábitos peircianos) que se hacen presentes materializando en base al consenso: hechos, ideas y sujetos.

Para escapar de la determinabilidad, el proyecto peirciano desglosa lo sígnico en categorías que no son cualidades sino formas de funcionamiento (Verón 1987), pero apoyándose en lo que él llama tres formas del ser:

Primeridad: el modo de ser de aquello que es tal como es, positivamente y sin referencia a ninguna otra cosa.

Segundidad: es el modo de ser de aquello tal como es, con respecto a una segunda cosa, pero con exclusión de una tercera.

Terceridad: es el modo de ser de aquello que es tal como es, al relacionar una segunda cosa y una tercera entre sí.

Existe por una parte un desglose del objeto en “inmediato” y “dinámico” que apunta a mitigar la transparencia sígnica, esto es, a relativizar el funcionamiento del hecho sígnico como transparencia referencial. Al objeto inmediato lo define como interior al signo, o sea el objeto como en realidad es representado por el signo, y al dinámico como el objeto exterior del signo: “El objeto mediato es el objeto exterior al signo; lo llamo el objeto dinámico. El signo debe indicarlo mediante algún indicio; y este indicio, o su substancia, es el Objeto Inmediato”.3

El indicio en cuestión demuestra que el signo no representa al objeto de manera total, podríamos agregar: no es únicamente determinado por él; es en esta incompletud del accionar sígnico donde se cumple el rol selectivo de elegir un aspecto del objeto para representarlo, lo que, en resumidas cuentas, se denomina ground (Eco 1979). Pero el signo así entendido tiene una particularidad con respecto al objeto leído, agrega siempre algo más; se suma entonces otra instancia a la determinabilidad plural: el futuro como ley que reconstituye el pasado e instala el signo-sujeto en el proceso semiósico. Esta dualización del objeto responde a una constante en Peirce: el signo como construcción de un presente dialéctico de tipo cualitativo, esto es, tensión entre lo puntual, cuando se habla de la selección llamada ground, y el enmarcamiento en el mundo objetual, cuando se lee la cristalización de los hábitos sígnicos que son los otros en tanto praxis acumulada y representativa (Eco 1971).

Además existe otra partición en el análisis de la experiencia sígnica, es la división de interpretantes en: 1- Inmediato; 2- Dinámico; 3- Final. El primero constituye una abstracción, una posibilidad, en suma una especie de latencia significativa; el segundo la experiencia sígnica real, es decir, el hecho significativo en práctica; y el tercero tiene que ver con el efecto pleno que un signo en condiciones adecuadas produciría en una mente, tendiendo mediante dicha experiencia a lo real.

Es interesante recordar que para el autor en cuestión, lo real es lo comunicable (traducible), aquello de lo que puedo dar cuenta sígnicamente, y lo posible, a través del interpretante inmediato, una signicidad existente dadora de estructuración (conductas) futura.

Entonces, la significación producida en esa instancia llamada interpretante final es lo que me inscribe en el presente concebido como limitación cultural actual de la comunidad. Ahora bien, el no detenimiento de la semiosis surge a través de la lectura de estos tres conceptos que coexisten en el desarrollo semiósico. Diremos pues, que las tres nociones de interpretante –en términos de semiosis– se leen como terceridades que se encuentran y no como elementos que hacen a la conformación de una terceridad única.

Un encuadre semiósico de la lectura de los interpretantes postula al interpretante inmediato como elemento mediador, con esto escapa a la mediación teleológica del interpretante final entendido como contexto legitimador, y a la presentación del interpretante dinámico como relativizador del mecanismo de terceridades mediante la experiencia puntual y la subjetividad en tanto únicas vías de explicitación de la semiosis.

Al ser una posibilidad, el interpretante inmediato se presenta como construcción sígnica que comunica y a la vez construye programáticamente la futuridad de la conducta. Se instaura así una terceridad genuina en forma de representación, el hacedor de esa experiencia sígnica leída como un objeto se presenta como un relato –recordemos que para Peirce el sujeto es signo– del futuro que habita el presente histórico construyéndolo. La mediación entre la experiencia y lo real-comunicable es un objeto sígnico dador de estructuración para los distintos universos del discurso (Eco 1975), o sea para las distintas esferas de praxis social.

El hecho de que los interpretantes también se presenten como una red categorial, atiende a lo negativo de la determinabilidad que, postulada unívocamente, resulta ser un acto semiósico lineal sin intromisión colateral de la ley que provee de futuro, esto es, una simple segundidad peirciana.

Mientras que la dualización del objeto posibilita la negación de la categoría de reflejo, la división en tres del interpretante desnaturaliza el concepto de rol social y desmantela la unilateralidad de ese posicionamiento en tanto mecanismo productor de sentido legitimado desde el interés de clase. Ya los sujetos no emergen sólo desde un marco clasista para legitimar un significado, la función (social) como contexto legitimador de procesos significativos ha dado paso a otro tipo de sujeto que puede autoobjetivarse e instalarse en el mundo de los signos. Signo él mismo, el sujeto agrega algo más al signo tomado como objeto en el proceso semiósico del cual forma parte. Agrega su juicio como un objeto (sígnico), este como relato posee reglas de uso eficaz; entiéndase diálogo futuro.

El sujeto, que es signo y no está determinado por el objeto ni por una interpretación correcta y finalista, se lee y lee lo social como el ámbito en donde actuar es lo único que le compete, juzgando sin sustancias legitimadoras, actuando para el consenso en los otros que hacen posible su propia materialización al leer su subjetividad.

En este marco de interpretaciones y objetos, que funciona como una malla, las signicidades-sujetos se encuentran en el proceso semiósico con terceridades, dichas terceridades no están azarosamente instaladas en la semiosis (Barthes 1970, Ulmer (1985)) sino que es en esta última, encuadrada en el funcionamiento constructivista de sujetos-signos en conflicto, donde se da la jerarquización. De esta manera las objetivaciones realizadas e inmersas en el logos social reciben un lugar en dicha jerarquía.

La mediación deviene de mi encuentro como signicidad-sujeto o del encuentro del objeto sígnico por mí creado con otra terceridad. Mediar, así entendido, no es homogeneizar en una síntesis, sino agregar algo que explicite ese encuentro, o sea, instaurar en el diálogo una signicidad que lo exponga como conflicto. La cuestión es entonces volver material el hecho significativo declarando la existencia de particularidades históricas, pero no como límites irreductibles, sino como consenso de potencialidad futura (Lotman & Uspenski (1979)).

Mediar, en su aspecto materialista, sería reconocer autonomías relativas e históricas que no sólo posibilitan la significación o lo significativo en términos de contraste entre distintas estructuraciones, entendidas éstas sígnicamente como relatos que vinculan pasado (leído desde una terceridad presente) y futuro bajo un programa de conductas jerarquizadas para dotar de estructuración a la historia (en la cual me inscribo); sino también hacen factible la relativización del presente en tanto pasaje para llegar al presente cualitativo, o sea un tiempo medido en calidades hegemónicas desde una perspectiva de neto corte gramsciano. Mediar es borrar todo tipo de legitimación desde una substancia inmutable o ausente; mediar es instalar el conflicto, cualificar la historia en términos de relaciones sociales nunca definitivas ni naturales.

Notas:

[1] Llamo historicismo absoluto a la interpretación de lo histórico sólo como historia presente y para la cual, toda pérdida cultural, es absoluta (Croce 1901). En este marco los hechos históricos cobran un matiz emergentista, y la interpretación no conoce conflicto de sujeto; el interpretador resulta ser una categoría idealista fuera de la semiosis.

[2] Ver Minguzzi, A., “Invitación a la Tercera Voz”, Ad-VersuS, 2-3, julio-diciembre 1991, Roma-Buenos Aires: 39-45.

[3] Carta a L.Welby 23 de diciembre de 1908.

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Publicado en Ad-VersuS, V, 4-6, diciembre de 1994, Roma-Buenos Aires: 50-59