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Artículo
AdVersuS, Año II,- Nº 3, agosto 2005
ISSN: 1669-7588
1

AGONÍSTICA PARADIGMÁTICA

Floyd Merrell
Dept. of Foreign Lang. & Lit.
Purdue University
West Lafayette, IN 4790

 

1. Nuestro mundo y otros

A menudo Peirce alude a su premisa de que vivimos en “dos mundos, un mundo de los hechos y un mundo de fantasía” (CP: 1.321). El primero es exterior, el segundo interior. Quisiéramos creer que somos autores de nuestro mundo interior, que nada más tenemos que pronunciar por fiat que ésta esfera interior será tal como lo queramos, y así será. Por otra parte, en cuanto al mundo exterior, escribe Peirce que “somos dueños, cada uno de nosotros, de nuestros músculos voluntarios, y nada más” (CP: 1.321). Pero somos también mañosos, Peirce continúa: queremos darnos la ilusión de que somos capaces de ejercer algún dominio sobre nuestro mundo exterior y “real”. Tarde o temprano, sin embargo, nuestras expectativas generadas por esta creencia chocarán con nuestra experiencia, eso es, la “fuerza bruta” del mundo físico ejercerá su propio dominio, que servirá para trastornar nuestro mundo interior. Y, como resultado, nuestro modo de percibir y concebir al mundo que consideramos como “real” puede quedar sujeto a ciertas modificaciones.

Entonces, en vez de esperar con pasividad a que algo interesante pase –y por lo tanto correr el riesgo de una serie de experiencias desagradables– tendemos a provocar al mundo externo, interviniendo constantemente en sus asuntos y así transformándolo en nuestro mundo “semiótico” (Hacking 1983). Por consiguiente, las experiencias indeseables tienden a ser convenientemente enterradas o remoldeadas de acuerdo con nuestras expectativas y así, para bien o para mal, podemos seguir con la ilusión de que somos dueños del ambiente que nos rodea. De este modo, nuestra predisposición conservadora nos compele a mantener la acostumbrada perspectiva cultural intacta a toda costa.

Pero hay problemas: toda “realidad semiótica”, ya que es dependiente de una perspectiva cultural en particular, puede ser reemplazada por una de una serie larga de alternativas, dado el conjunto de condiciones propicias. Esta posibilidad de reemplazo tiene que ver con la distinción elusiva entre “interior” y “exterior”, y está relacionada con la demarcación que hace Peirce, igualmente elusiva, entre “realidad” y ficción, que, nos dice sin presentar un argumento en su pro, es “bastante claro”. Escribe que lo interno “es ese dominio cuya existencia real depende de lo que usted o yo (o cualquier otra persona) opina de algo. Lo externo, en cambio, es lo que, en la medida que sea real, queda independiente no sólo de lo que yo opino sobre eso, sino también de lo que opino de cualquier otra cosa” (CE: III 49). En otros términos, lo “interno” está envuelto en signos-pensamientos (“thought-signs”) que no quedan independientes de lo “real”; lo “externo” mantiene su independencia vis-a-vis cualquier característica que tenga una colección dada de signos-pensamientos interiores y/o signos-sucesos (“sign-events”) exteriores. De esta manera, los signos-pensamientos “interiores”, que, se supone, no son ficticios –cuando menos para algún individuo o alguna comunidad de individuos– tienden a correlacionarse con ciertos signos-sucesos. Y la conjunción de signos-pensamientos y signos-sucesos en colaboración componen nuestro mundo acostumbrado y cómodo de lo “real semiótico”. Este mundo, el único para nosotros, no es la “realidad” an sich kantiano sino una entre una infinidad de “realidades semióticas” posibles. Es una construcción mental como resultado de la interacción entre una comunidad de agentes semióticos y la “realidad” bruta.

A diferencia de lo “real semiótico”, Peirce escribe que una ficción:

(...) es el producto de la imaginación de alguien; tiene las características que ese alguien se inclina a infundirle. El hecho de que esas características son independientes de lo que Ud. o yo creemos la constituye como una ‘realidad’ externa. Hay, sin embargo, fenómenos que dentro de nuestras propias mentes, y dependientes de nuestros pensamientos, son a la vez reales en el sentido de que en realidad los pensamos. Pero aunque sus características dependen de la manera en que los pensamos, no dependen del contenido de nuestro pensamiento acerca de ellas. Por lo tanto, un sueño tiene una existencia real como fenómeno mental, si es que alguien realmente lo ha soñado, esto retiene sus peculiaridades en virtud no de otro hecho que el que hubo un sueño que las poseyó. Por ende podemos definir lo real como esa realidad cuyas características son independientes de lo que cualquier persona opine de ellas (CP: 5.405; véase también 2.141-42, 2.337).

Peirce concede que sería un error grave tomar por cierto que con estas breves palabras ha aclarado de una vez para siempre el concepto de la “realidad” en contraste con la ficción o los sueños. En primer lugar, de ninguna manera sostiene que los sueños, así como las alucinaciones, son de una forma u otra “reales”, es decir, de la “realidad” física tal como es. Al contrario, los sueños y las alucinaciones, mientras están en el acto de realizarse, son “reales”, pero su substancia no lo es. Además, si consideramos que un objeto, acto, o suceso ficticio alucinado es indubitable en el sentido de que según la manera en que fue fabricado en la mente de alguien tal como es, entonces así es, tiene que ser tal como ese alguien lo imagina. Y si el juicio de este alguien respecto de esta ficción acaso cambiara, entonces el objeto, acto o suceso sería alterado de manera conmensurable (Dozoretz 1979: 77-78). Es obvio que no poseemos una capacidad semejante para alterar lo “real”, lo que constituye una diferencia importante entre lo “irreal” y lo “real”. Continúa Peirce:

Supóngase que hace cincuenta años yo hubiera tenido una alucinación visual. En este caso sería verdadera en el sentido de que consistía en que yo vi algo que no estuvo en el lugar en el momento preciso en que vi este algo; y la experiencia alucinatoria sería verdadera a pesar de que nunca se la hubiera contado a nadie, o a pesar de que nunca hubiera entrado en la mente de otra persona la sospecha de que yo había tenido tal experiencia, aunque yo mismo me la hubiera olvidado. La alucinación habría sido real, a condición de que queramos decir por alucinación una cierta experiencia psíquica mía. Pero la substancia de la alucinación, que fue sujeto de mi narración, sería irreal, ya que todo lo que fuera verdadera de ella sería verdadero sólo en el sentido de que yo, una persona de carne y huesos, piense o imagine (una especie de pensamiento) que vi lo que narré (MS 852 11f; en Dozoretz 1979:78).

Sin embargo, dadas unas circunstancias improbables, aunque remotamente posibles, la substancia de un sueño o alucinación podría considerarse como “real” –i.e. un acontecimiento del “mundo real” dictado por una teoría científica de magnitud cosmológica, según Kuhn (1962 (1970)), Feyerabend (1974 (1975)), y Hanson (1958, 1969). Entonces, a fin de cuentas, parece que no hay línea divisoria bien marcada entre ficción y “realidad”, entre mundos mentales y el mundo externo, después de toda la tinta que se ha derramado sobre esta controversia (véase los ensayos de Rorty 1979, 1982 entre otros “neopragmatistas” contemporáneos).

Por otra parte, tal vez aquí podemos encontrar la clave en cuanto a lo “real” externo en contraste con lo “real” interno. Cada oración o proposición se refiere a un sujeto, tenga o no alguna referencia con algún aspecto del mundo físico. Este sujeto hasta cierto grado está relacionado con una singularidad que ejerce alguna acción o reacción en el agente semiótico que emitió la oración tanto como en el intérprete de ella, sea esta acción dentro de un mundo exterior o interior, y esté o no la oración vestida de signos-pensamientos o signos-sucesos. Y todas las oraciones que por consiguiente se engendran referente al mismo sujeto tendrán relación con la misma singularidad, es decir, con un mundo particular de objetos, sean “reales” o no. Por ende el “mundo ‘real’ no puede distinguirse de un mundo ficticio por ninguna descripción cualificatoria” (CP: 2.337). De nuevo nuestro prejuicio a favor de la “realidad” en contra-distinción a lo ficticio queda frustrado.

Lo que es peor, nuestra incapacidad de llegar a una conclusión respecto a los objetos, actos, y sucesos “reales” se aplica igualmente a las entidades ficticias. ¿Estuvieron Hamlet y el Quijote envueltos en las tinieblas de la locura o no? ¿Son el tiempo y el espacio infinitamente divisibles o no? ¿En realidad existen los “quarks” y “agujeros negros” o no? Tales cuestiones, y las disputas que provocan, dan testimonio de la necesidad de indicar (“denotar”) algo respecto de algún mundo, sea “real” o no. En este sentido, lo “real”, igual a cualquier ficción, es incesantemente dinámico; está allí, listo para, y hasta pidiendo, su indicación por medio de un individuo o una comunidad de agentes semióticos; es aquel otro, ubicuo, de la categoría Segunda de Peirce, incesantemente ejerciendo su esfuerzo en la mente de todos los agentes con los cuales se pone en contacto. Aunque no podemos alterar lo “real” (i.e. como “ente físico bruto”), se presta a un número indefinido de interpretaciones, igual que una ficción.

Por ejemplo, se descubrió que el modelo de Niels Bohr estableciendo metafóricamente una analogía entre un átomo y nuestro sistema planetario no fue bastante “real”. Entonces Bohr y otros físicos, entregándose a las demandas inflexibles de la “realidad bruta”, inventaron la “interpretación Copenhagen” de la mecánica de la cuanta con la esperanza de que así pudieran dar mejor en el blanco. Por otro lado, Cervantes no estuvo comprometido con las demandas de su mundo “real” ni en lo más mínimo cuando escribió Don Quijote. Cuando menos eso quisiéramos creer. Pero esta conclusión es problemática, como notaremos más adelante. Porque presentaré el argumento que, siguiendo en general a la filosofía convencionalista-constructivista, y según algunas premisas de la filosofía contemporánea de la ciencia tanto como de la hermenéutica de Heidegger y Gadamer, lo que se percibe últimamente se reduce a signos-pensamientos (construcciones mentales). Y los signos-pensamientos son, en último caso, invenciones esporádicas y a veces desaforadas, engendradas exclusivamente por la mente (Skolimowski 1986, 1987).

Pero perdura la inclinación obstinada hacia una distinción entre lo “real” y la mera ficción. Entonces, cambiemos de rumbo, pues.

2. Mundos sobre o sub-determinados, pero nunca determinables

Un mundo establecido por algún conjunto de convenciones sociales como “real” –es decir, de lo “real semiótico”– es de tal manera que generalmente se concibe que lo posible, es posible en el sentido de la lógica clásica: o es consistente o se auto-destruye. En contraste, la esfera de lo imaginario –o ficticio, alucinatorio, soñado, todos de la categoría peirciana de Primera (“Firstness”)– consiste en una superposición complementaria, aunque con algunos puntos contradictorios, de todas las posibilidades, pasadas, presentes, y por haber: reina la sobredeterminación. En una esfera sobredeterminada, lo que es posible es una posibilidad semántica (i.e. pensable, describible, o cuando menos enunciable). Pueden entrar, por consiguiente, la inconsistencia y la vaguedad; por eso las leyes clásicas de la no-contradicción y el tercero excluido pierden su necesidad, de acuerdo con Peirce (MS 200, 333, 684). [1] Un triángulo cuadrado o una montaña de oro pueden ser expresados igual que cualquier otra forma geométrica o que el pico de Aconcagua. De la misma manera, Hamlet puede ser sano o insano, Napoleón puede ser un gran general y un bárbaro, -1 puede ser +1 y –1 (o puede ser puramente imaginario), la Cenicienta Roja puede ser “real” o “irreal”. Nada es necesariamente una cosa o la otra, sino sólo en la medida en que algún signo-pensamiento le otorgue un estado ontológico.

El camino que culmina en enunciaciones con respecto a un mundo de lo “real semiótico” es arduo, con curvas peligrosas y repleto de obstáculos. Comienza con la pura categoría Primera, que, como la superposición de todas las posibilidades –o vaguedad en términos peircianos– no es nada, todavía. No es más que una cualidad, sentimiento, sensación, intuición, sin que (todavía) haya emergido forma alguna de conciencia de parte del agente semiótico de algún objeto, acto, o suceso en algún mundo “semiótico”. Desde esta superposición pura, un sinnúmero de objetos, actos y sucesos pueden ser actualizados para, y por, la experiencia concreta del agente semiótico. Estas actualizaciones son de Segunda (“Secondness”), haecceidades, cuya existencia efímera se manifiesta a medida que vagan por el gran río semiósico. Una colección de ellas pueden ser agrupadas en términos de clases, generalidades, o universalidades (como instancias de Tercera, “Thirdness”), pero cualquier orden a que forzosamente esté sujeta será el resultado de selecciones que, inexorablemente, están dotadas de cierto toque de capricho y/o arbitrariedad. Por lo tanto, a toda hora se prestan a la transmutación a otro sistema taxonómico. La inclinación a poner énfasis en instanciaciones de objetos de categoría Segunda es propio de la mente anglo-americana nominalista. Por otra parte, objetos, actos y sucesos de la esfera Primera, de las superposiciones de todas las posibilidades, componen un sistema formal completo –de hecho, la interpretación de Erwin Shrödinger de la cuanta es un modelo de este tipo. Según tal sistema, si algún conjunto de objetos, actos o sucesos resisten la taxonomización como ejemplificaciones de Segunda, no hay causa para alarma: a la larga, todo lo que es posible tarde o temprano tendrá su hora en la esfera de Primera. Y la danza de Shiva de los signos sigue, sin interrupción.

Si los signos de Primera no pueden menos que quedarse vagos, y en la mayoría de los casos inconsistentes, los signos de Segunda, después de emerger a la luz del día, pueden ser dotados de lo que de buenas a primeras parecen líneas de demarcación claras y distintas. Luego, colecciones de estos signos pueden ser colocados en categorías generales, como signos de Tercera, y distinguidos de otros signos en términos de su naturaleza como generalidades. Pero se corre el riesgo que de repente aparezcan signos inesperados que sirven para nublar las fronteras antes precisas entre categorías; por lo tanto la ley clásica del tercero excluido no siempre tiene que estar en vigencia con respecto a signos de Tercera. Quiere decir que aunque haya avance hacia lo ideal en términos de signos de generalidad, la tarea siempre quedará incompleta. La orden del día, respecto a la esfera de Tercera, es la subdeterminación, ya que cada vez que un signo –su cualidad como representamen, su valor como interpretante, y la naturaleza de su objeto– llega a ser el objeto de contemplación o consideración en cierto punto espacio-temporal, las condiciones siempre pudieron haber sido otras, y por eso el signo siempre pudo haber sido otro. La cantidad precisa de oro en la África del Sur, la causa de la demencia de Hamlet, la razón de las decisiones de Napoleón en la Batalla de Waterloo, la altura exacta de Don Quijote, el uso de –1 en la teoría de la cuanta, todas estas consideraciones son subdeterminadas en el sentido de que nunca están tan completas que en el futuro no puedan sufrir alguna alteración.

La conjunción de la sobredeterminación (dentro de la esfera de Primera) y la subdeterminación (dentro de la esfera de Tercera) pueden conceptualizarse con eficacia en términos de dos aproximaciones metodológicas complementarias en las ciencias naturales: en su expresión más sublime evocan los antagonismos entre Heraclitus y Parménides y entre Aristóteles y Platón. Los primeros nadan en un mar de vaguedad e incertidumbre; los últimos evocan distinciones que brillan, con todo esplendor. Los primeros son ricos en la variedad de sus particularidades concretas; los últimos son una utopía parsimoniosa de perfección nostálgica. Los primeros han producido una flora tropical; los últimos un páramo convertido en un tapiz simétrico y armonioso de campos cuidadosamente cultivados. Los primeros propagan la idea de la Multiplicidad; los últimos de la Totalidad.

Aquí, cabe notar, tenemos la base de la agonística entre culturas, un ejemplo de “choque de culturas”, por excelencia. Es que cada cultura goza, como esfera de posibilidades, de un campo infinito de fabricaciones y expresiones, y su estado en algún punto tiempo-espacial consiste en la actualización de un número minucioso de entre estas posibilidades. Otra cultura habrá actualizado otro conjunto de posibilidades que tengan relación de complementariedad contradictoria respecto del conjunto de la primera cultura. Quiere decir que para todas las culturas la esfera de la vaguedad es igualmente sobredeterminada, pero en cuanto a la subdeterminación –el sistema de generalidades– cada cultura contiene, envuelta dentro de sí, sus propias inconsistencias. Y, hay que reiterar, que entre una cultura y otra inevitablemente habrá puntos hasta contradictorios, pero a la vez complementarios.

Pasemos a un ejemplo de culturas complementarias.

3. Una cuestión de prioridades conceptuales

El filósofo francés de la ciencia, Pierre Duhen (1954), distingue entre dos modos generales de pensamiento: heraclitano y parmenidano. Manifiestan las características (1) o de amplitud (Peirce lo llama “breadth”) de perspectiva y pensamiento con el riesgo de una miopía y cierta superficialidad de pensamiento, (2) o de profundidad (“depth”, de Peirce) de perspectiva y pensamiento con el riesgo de una hiperopia y cierta estrechez de pensamiento. Los pensadores que se inclinan hacia (1), escribe Duhem, son del modus operandi en general de la mente inglesa; los con inclinación hacia (2) son típicos del pensamiento francés (admito que es una postura etnocentrista, pero al tomar en cuenta el medio ambiente en que Duhem escribía, quizás no lo podamos condenar).

Al científico inglés, según Duhem, le encantan los detalles, pero sin gran interés en darles una descripción formal, abstracta y general: tiende hacia el nominalismo. Su contraparte, el científico francés, se esfuerza por una comprensión totalitaria y unificada del mundo: gravita hacia el realismo –en sentido algo platónico–. El inglés quiere tener presente todo un conglomerado de particularidades en un instante, orquestando el mobiliario de su mundo empírico en una sinfonía tenue mientras que le impone un mínimo de formas abstractas. El francés se apropia de las leyes de Newton y las convierte en la mecánica de Lagrange con toda su elegancia matemática. Para el primero, lo que es “real” puede en cualquier momento emigrar hacia la esfera de los puros figmentos de la imaginación; para el segundo, la “realidad” no es tan voluble, sino tiene que adherirse tenazmente a los formalismos abstractos que la describen, si es que son verídicos. El mundo del primero es una colección de particularidades, aparentemente sin ton ni son, puesta en cierto orden; el del último es rígidamente ordenado a priori. El primero es un patrón no-lineal de fractales; el último da la imagen de un cristal simétrico en todo el sentido de la palabra. El primero es una nube; el último es un reloj (véase Cartwright 1983).

En otros términos, los franceses prefieren una perspectiva holista respecto de sus teorías, esquemas conceptuales, y, debemos suponer, hasta sus modos discursivos y estilos artísticos –aunque Duhem no extrapola su doctrina a tal grado, y W.V. Quine, que tiene ideas afines, limita su holismo al uso referencial (extensivo) del lenguaje (Gädhe y Stegmüller 1983). En su expresión más extrema, el holismo estipula qué teorías, pensamientos, y creencias, en el último análisis, tienen que aparecer ante el tribunal de la experiencia no a base de frases descriptivas sino como un campo discursivo en su totalidad, es decir, el significado del lenguaje no yace en los términos ni en las frases sino en todo lo que se ha enunciado, se enuncia, y se enunciará. Todas las frases están interconectadas para componer una red complejísima. Como una potencialidad, estas interconexiones componen una fábrica continua y sin costura. Las roturas en esta fábrica se deben en parte a convenciones, normas y necesidades de la comunidad. Pero también existe, en todo lugar y todo tiempo, la posibilidad de nuevas roturas, que siempre serán cuando menos en parte arbitrarias. Desde una perspectiva holista –y, debo agregar, antipositivista– teorías, esquemas conceptuales, y lenguajes están tan sobrecargados de prejuicios y presuposiciones que es virtualmente imposible determinar con precisión cuáles proposiciones divulgan hechos y verdades y cuáles figmentos y ficciones, y cuáles son mera fantasía y cuáles pecan de puro absurdo. De hecho, todas las proposiciones quizás deberán considerarse de buenas a primeras como ficciones provisionales para ser eliminadas cuando surjan otras posiciones que con más eficacia parecen compaginarse con la “realidad”.

Desde un vistazo holista, teorías, esquemas conceptuales y lenguajes, están subdeterminados: dos o más universos de discurso agonísticos generados desde paradigmas en conflicto pueden dar cuenta, con validez y coherencia iguales desde dentro de sus marcos delimitados, de los mismos fenómenos de la experiencia. Esta es a la vez la belleza y la banalidad del holismo. No hay límites previsibles del número de explicaciones posibles que uno puede aplicar a un corpus en particular de objetos, actos, y sucesos. Por consiguiente, cualquier esfuerzo por eliminar todas las inconsistencias –ya que, dentro de las normas del discurso del mundo occidental, son para darle vergüenza a su autor– tiene que acabar con la esperanza de que tarde o temprano se hallará una alternativa. Y deben existir alternativas viables en el “más allá”, aunque compatibles, inconmensurables, o contradictorias con respecto de la que se tiene en la mano. Entonces, para el holista ideal duhemiano, la naturaleza a veces se vuelve tan conocida que resiste, a la fuerza, todas las alteraciones. En cambio, para Peirce, ya que la naturaleza no puede ser tan bien conocida por una comunidad dada de investigadores, una teoría, esquema conceptual, o lenguaje tiene como destino el de quedar siempre incompleto, sirviendo cuando menos, se espera, como una aproximación a la “verdad”.

A fin de cuentas, nuestro conocimiento (respecto a generalidades, teorías ,esquemas conceptuales, lenguajes) no puede menos que permanecer de alguna forma u otra incompleto. Considérese, por ejemplo, las leyes de gas de Boyle. Estipulan lo que en sentido ideal sería el caso si es que ciertas condiciones predominaran. Pero nuestros ideales siempre quedan lejos de nuestras capacidades actuales, tanto como nuestra capacidad para conocer nuestros alrededores. Todos los gases en la actualidad se acercan al ideal de Boyle, algunos más que otros, pero hasta el momento en que me encuentro tecleando estas mismas palabras en mi computador, no se ha descubierto ningún ejemplar que corresponda al idea al pie de la letra. De modo que, por consistentes que sean las leyes de Boyle, se manifiestan, y seguirán manifestando, cierto toque de incompletud. Es decir, siempre existe la posibilidad de que se presente algún corpus de “hechos” que falsifiquen las leyes. Pero ahora, cuando menos, se ofrecen como una teoría sobre un aspecto en particular de la naturaleza; describen, y hasta cierto punto explican, el dominio de la naturaleza que fue desde el principio su enfoque principal. Pero la teoría, como generalidad, es una formulación a la cual “no se aplica el principio del tercero excluido”. Es decir, no se sabe el cuándo y la índole de las modificaciones probables para la teoría en el futuro, ni se sabe cuándo habrá otra teoría subversiva que la reemplace ni qué semblanza tendrá.

Por otra parte, la vaguedad de las teorías científicas del francés en general, en contraste con la vaguedad y las aseveraciones tentativas del científico inglés, tienen validez sólo en la medida en que en el último análisis, “el principio de la no-contradicción no se aplica” (CP: 5.448). Eso es, su teoría, esquema conceptual, y el lenguaje particular que emplea en su discurso científico, con un toque inevitable de neblina, no puede menos que dar la bienvenida a ideas e imágenes algo antagónicas. Nuestro investigador francés prototípico puede con gusto abrazar el idealismo ontológico solamente, se admite que nunca tendrá el conocimiento final (el interpretante último) en las manos; su primo, el investigador inglés, puede tolerar un realismo metodológico, y hasta epistemológico, si es que siempre se mantiene en vigor un reconocimiento que existe la posibilidad de que alguna que otra inconsistencia vaya a aparecer en la próxima curva en el eterno camino hacia el interpretante último. Una combinación de las dos perspectivas nos da algo muy parecido al “idealismo objetivo” de Peirce, una conjunción poco ortodoxa de realismo metodológico-epistemológico e idealismo ontológico, y de la cosmología evolucionista y la metafísica idealista (véase Almeder 1980; Rescher y Brandom 1979; también Merrell 1991). Basta de la incertidumbre de la subdeterminación según la teoría algo etnocéntrica de Dhem.

Por lo que toca a la sobredeterminación¸ tenemos la susodicha superposición de posibilidades. Esta esfera de la posibilidad pura –la Primera de Peirce– contiene, de modo implícito (i.e. el orden implícito de Bohm 1980), el alcance entero de todas las entidades que pueden poblar todos los “mundos semióticos”, pasados, presentes, y por venir, de que sólo una porción minúscula puede ser actualizada (como Segundos) en algún momento y algún sitio en particular. Esto parece, prima facie, un conglomerado ingobernable, sin ton ni son, el puro caos. Concedido, la yuxtaposición de posibilidades contradictorias en un solo paquete va en contra de toda lógica y toda razón. Pero, dada la subdeterminación de cada teoría, esquema conceptual, y lenguaje, si se amontonan los unos encima de los otros como una totalidad compuesta, a la larga lo absurdo tiene alguna chance de llegar a ser “verdadero” en algún otro punto espacio-temporal, y viceversa. Esta incertidumbrede la sobredeterminación , complementario con la de la subdeterminación, ofrece la idea de la inconsistencia (vaguedad) ligada precariamente con la incompletud (generalidad). Tal, en sentido ideal, sería el modus operandi del francés duhemiamo en busca de la profundidad teórica, y quizás a veces la amplitud de pensamiento. De hecho, para él, antes que nada hay pensamiento y razón. El Gran Creador de su universo es un Gran Cogitador. Esta Mente Suprema comienza con una Propuesta Absoluta, una Piedra Angular firme que emerge desde las profundidades (de la Primera, Abducción), y entonces edifica una construcción hipotética elegantísima (de la Tercera, Deducción), que es capaz, a fin de cuentas, de dar cuenta de todo lo que hay (a través de la Segunda, Inducción). Es la tarea del científico precisamente la de engendrar un simulacro de esta construcción sumamente parsimoniosa: el signo máximo de la generalidad. En cambio, la contraparte a este holista duhemiamo, el investigador inglés, intenta crear un padrón del universo de su creador como una construcción a base del método de tanteos, de errores, y de correcciones. Espera, tarde o temprano, poder acumular un conjunto de particularidades (Segundos), que, después de sujetarse a lo que parece un sinnúmero de ensayos taxonómicos, de alguna manera u otra por fin caigan dentro de una red de categorías generales (Terceros) por medio de una serie de conjeturas imaginativas, y a veces generadas al azar.

Pero la suma total de todas las descripciones y explicaciones de todos los científicos de las dos tradiciones no puede menos que ser tan subdeterminada (teorías en conflicto han sido adoptadas en diferentes puntos en el tiempo y el espacio) como sobredeterminada (dado cualquier corpus de “hechos”, siempre habrá alternativas igualmente capaces de cumplir con los requisitos de la teoría reinante). Por consiguiente, ni la una ni la otra de las dos metodologías en cuestión es capaz de gozar de un monopolio respecto de la “verdad”. Aunque aparezca que las dos generalmente están en una competencia libre, la una con la otra, de todos modos no son exactamente antagonistas, sino más bien, para reiterar la premisa principal de este ensayo, complementarias.

Con respecto a estas dos posturas, Peirce no queda entre la espada y la pared: opta por una tenue colusión –o quizá se puede decir una confabulación– de la agonística holismo-empirismo (Francés-Inglés) en su esfuerzo por hallar una metodología por medio de la cual se puede discernir entre la “verdad” y la “falsedad”, aunque el camino sea de una prolongación infinita. Para él –igual que Karl Popper (1962) – el agente semiótico no puede conocer la “verdad” de ningún camino hecho, derecho, y directo, sino solamente por medio de las veredas –y son innumerables– que conducen a la “no-verdad”. Es decir, no puede confirmar absolutamente una teoría; pero cuando más la puede refutar. Entonces el investigador no puede hacer otra cosa que ir buscando la corriente principal de la semiosis, ahora desviándose, ahora dando en la clave, ahora progresando, pero con frecuentes pasos de retroceso, adquiriendo poco a poco trocitos de saber, aquí y allá. Y si corre la suerte, se va aproximando al ideal. Pero si es que por casualidad tropezara con la “Verdad” Pura y Entera, no podría tener la seguridad de que la tuviera, porque, incapaz de descubrir alguna “falsedad” en ella, sería imposible distinguirla de otro corpus para formar una base de juicio sobre su veracidad.

A fin de cuentas, no se puede conocer la “realidad”, sino sólo ficciones, que son en parte lo que la “realidad” no es.

4. Pero, ¿estamos perdidos en la selva de Meinong?

Esta idea peirceana de relaciones dinámicas y vivas entre lo “real semiótico” y la ficcionalidad permanece lejos del concepto positivista. Bertrand Russell propone que lo que sea punto de referencia debe existir, y que las enunciaciones sobre entidades inexistentes tienen que ver con lo que categóricamente no existe, por lo tanto no se refieren a nada. En “Denoting On”, Russell (1905) critica los “objetos mentales” de Alexius Von Meinong, proclamando a la vez que él (Russell) se ha liberado de estos “parásitos indeseables”. Por ejemplo, enunciaciones tales como “La montaña de oro en África”, presupone que “Hay algo que es de oro a la vez que es una montaña”, lo que es, Russell escribe, falso, claro y sencillo. Y ya que la segunda enunciación es una paráfrasis tanto como una presuposición de la primera, la primera es la que necesariamente tiene que ser falsa de principio a fin.

En otras palabras, en vez de “Todo objeto que sea enfoque de referencia debe ser objeto por el mero hecho de que es el enfoque de alguna referencia u otra, sea “física” o “mental”. Meinong, para quien los estados mentales se dirigen hacia algo y por ende poseen algunos atributos distinguibles, propuso que lo que no existe es tan importante como lo que existe. Según esta premisa, el conocimiento no pertenece solamente a existentes, es decir, a los objetos empíricos de la ciencia; también pertenece a las artes, la imaginación, y en fin todas las experiencias interiores. ¿De qué otra manera, un meinongiano preguntaría, podrían teorías del mundo “real” haberse originado a menos que a través de mundos imaginarios (“semióticamente reales”, ficticios) envueltos en signos-pensamientos? –i.e. las esferas de Pitágoras, el Inferno de Dante, el flogisto, las líneas poéticas de Mallarmé, el continuo espacio-temporal de Einstein, los números transfinitos de Cantor, el arte dadaísta, las varias interpretaciones de la cuanta, las obras de Joyce, Kafka y Beckett, etc. Nos vemos forzados a concluir, el meinongiano persistiría, quje los “objetos” que no existen y hasta que no pueden existir, son de todos modos “objetos” genuinos y parte esencial de nuestro mundo de la experiencia, sea externa o interna.

Eso implica, primero, que hay “objetos” que no existen, y segundo, que “objetos” inexistentes pueden ser el enfoque de enunciaciones de tal manera que se hacen sujetos de predicaciones concebidas como si fueran “verdaderas”, por lo tanto están constituidas de una forma u otra. [2] En breve, la estrategia consiste en elegir, y hacer una lista de, un conjunto de atributos de un “objeto” capaz de servir como una descripción identificando ese “objeto”, y así introduciéndolo a una existencia mental, mientras el resto de los atributos posibles quedan sin mención. Aunque algunos de los atributos que no alcanzaron mención en la lista pueden subsecuentemente ser enunciados para tomar su respectivo lugar en el mundo interior (mental) también, una porción de todos los atributos posibles estará destinada a quedar sin mención en cualquier punto venidero en el tiempo y espacio. Por ende el “objeto” debe permanecer incompleto. Los “objetos” meinongianos, aunque “mentales”, son “objetos” de articulación aunque no de percepción, entonces.

Para el obispo Berkeley, las ideas (signos-pensamientos, “objetos reales”) componen una substrata que desafortunadamente por alguna razón u otra se ha relegado a un estado secundario. Kant hizo hincapié en las representaciones (“objetos semióticos”), atención que creía que nos ayudaría a olvidarnos del inalcanzable Ding n sich. Ahora Meinong, cuyos “objetos mentales” son objetos de atributos identificadores (o predicados, adjetivos), lleva la ecuación un paso gigantesco más allá. Basta, creía, que un “objeto” sea articulado, exista o no, y sea lógicamente posible o no (véase Rorty 1982: 123-24).

Los “objetos” no-existentes de Meinong son –apenas hay necesidad de que lo diga– cuasi-infinitamente más numerosos que nuestro repertorio de objetos existentes en el mundo físico. Meinong concede que los “objetos” no-existentes son en un sentido inferiores a los del mundo físico, pero esta inferioridad no tiene nada que ver con su estado como “objetos”. Al contrario. Tiene que ver con su incapacidad de ser “objetos” completos y acabados. Lo que llama Meinong “objetos” no-existentes es el producto de imágenes intrínsecas, ya que son el producto de la imaginación (signos-pensamientos). Cuando esas imágenes son comunicadas por medio de ficciones, son por necesidad y por su naturaleza como ficciones incompletas, ya que es imposible traspasar todos los informes con respecto a cada atributo de la imagen ficticia en todos sus detalles minuciosos: nunca se nos dan informes completos acerca de un mundo ficticio.

Sin embargo, desde cualquier perspectiva finita de un objeto ficticio (o igualmente, de lo “real semiótico”), es imposible dar cuenta absoluta de cada uno de sus atributos, porque dar cuenta total de un “objeto” completo quedará perpetuamente fuera de nuestro alcance (Lindenfeld (1980): 161-64). Desde que nuestra concepción de un “objeto” tenga como destino el de quedar inexorablemente incompleto, esta concepción debe ser diferente, después de la entrada de un nuevo momento, de lo que era: a través del tiempo indefinido es infinitamente variable (Smith 1975). Por lo tanto los últimos límites de todos los “mundos” posibles de todas las perspectivas posibles son, como los límites de todos los mundos ficticios posibles, potencialmente infinitos en extensión. Es bastante obvio, entonces, que el conocimiento (“semiótico”) de los objetos del mundo “real” no goza de ninguna prioridad absoluta y predefinida sobre el conocimiento de objetos no-existentes, ficticios, e incompletos. Todas las ficciones abarcan conocimiento incompleto, e incompletable, de “objeto”. A lo largo, por lo tanto, los “objetos” de la supuesta “realidad” no pueden exigir ni más respeto ni más prestigio que las ficciones (Routley 1979). Solamente de esta manera se puede decir que cualquier perspectiva del mundo “real” siempre pudo haber sido otra.

A fin de cuentas, en la medida en que los “objetos” quedan incompletos (generales en los términos de Peirce) están subdeterminados, y en la medida en que contienen una superposición de contradicciones (i.e. “triángulos cuadrados”) están sobredeterminados (inconsistentes, o vagos en el sentido de Peirce). En suma, los signos están destinados a permanecer hasta cierto grado vagos e incompletos (para más detalle véase Merrell 1991, 1992). El enredo comienza no sólo en los casos de “objetos” radicalmente subdeterminados. El cuento, “Pancho Villa fue un bandido y luego un revolucionario”. El fin, desde luego queda subdeterminado en el extremo: de hecho está tan incompleto que ni siquiera debería incluirse en la categoría de todos los cuentos. En ese extremo del espectro, el conocimiento es tan esquemático que no nos informa de casi nada; no nos dice nada sobre lo que hay muchísimo que decir. Desde luego, el místico que presume de la capacidad de contemplar el universo total en un grano de arena o en una sola cifra tendría la necesidad de pocos detalles. Pero el elemento de nominalismo intractable dentro de cada uno de nosotros tiene nostalgia por una profusión liberal de particularidades (irremediablemente manifestamos una inclinación hacia el mundo de Funes el Memorioso a la vez que quisiéramos estar en el camino del de Tzinacán, dos personajes inolvidables de Borges).

Entonces vamos a emigrar hasta el otro lado del espectro e imaginar por un momento lo imposible: que de alguna forma u otra somos capaces de fabricar y de comprender cabalmente un “objeto” ficticio. Siguiendo la propuesta de Rorty (1982), supongamos que fuera realizable la tarea de hacer una lista de todos los atributos posibles de Sherlock Holmes, de la misma manera en que haríamos una lista de los de George Bush. Una vez que hayamos llevado a cabo este proyecto, todas las preguntas y sus respuestas sobre Bush son de una forma semejante aplicables a Holmes, de modo que nuestro “objeto” ficticio debe ser completo. El problema es que desde una perspectiva en particular, tal como habrá algunos de los atributos de Bush que no pueden menos que ser asignados de alguna manera arbitraria –además de que son inevitablemente pintados de prejuicios y presuposiciones– así pasará también en el caso de Holmes. Y aún más todavía, puesto que el “objeto” fabricado, Holmes, no está sujeto a las limitaciones de lo “real”. Lo que es peor, dado otro conjunto de coordenadas espacio-temporales, respuestas diferentes surgirán de las mismas preguntas sobre Holmes y Bush, y las mismas respuestas serán atribuibles a diferentes preguntas. Por consiguiente, todos los “objetos”, sean ficticios o “reales”, no pueden cesar de sufrir transformaciones. La imposibilidad en la práctica de formular una lista completa de los atributos, hacer todas las posibles preguntas y proveer respuestas determinadas a las preguntas con respecto a los “objetos” en cuestión, entonces, no presenta ningún impedimento para la premisa de que hay tales “objetos”, existan o no existan. En otros términos, la idea positivista de la “verdad-por-correspondencia” tanto como la idea tradicional de “referencia” están puestas en riesgo.

Entonces, en el espíritu meinongiano queda reforzada la tesis de que no hay ninguna distinción absoluta entre ficciones o mundos “semióticos”, de una parte, y de otra, lo “real”. [3] Si el campo de todos los “mundos” contextualizados se considera desde la perspectiva histórica más amplia posible, lo que para una generación es “real” esto es, de lo “real semiótico”), para otra puede ser ficticio (i.e. mitos, leyendas, convenciones ya fuera de moda, teorías falsificadas, etc.), y lo que para una generación es posible y hasta existente, para otra puede ser imposible (i.e. brujas, fantasmas, piedras filosofales, flogisto, éter, viajes a la luna, etc.). La idea del espacio curvilíneo es algo absurdo dentro de la física clásica. Sin embargo, como resultado de lo que en el inicio fue una construcción puramente imaginaria de Einstein, fue propuesta como una heurística explanatoria y luego confirmado empíricamente. “Mesones” y “quarks” han sido postulados como existentes posibles, y subsecuentemente los primeros fueron verificados, mientras los segundos todavía esperan su pase como ciudadanos legítimos en nuestro mundo de lo “real semiótico”. [4]

En suma, la definición anchísima que le da Meinong al término “objeto” es la fuente de su debilidad más grande y de su fuerza máxima. A diferencia de Frege y Husserl, no acepta ninguna distinción entre “objetos” y niveles de objetividad a priori, tales como sentido y referencia, o significado y objeto. Poniéndose su cara negativa, Meinong no ofrece ningún método para distinguir entre “verdad” y “falso”, sentido y absurdo, o “real” y “semióticamente real”. Caballos y calles, y montañas de oro y triángulos cuadrados: todos son igualmente “objetos”.

5. ¿O estamos navegando, sin timón, en el mar semiótico?

Cabe notar, al respecto, que los “Tlönistas” de Borges, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” donde cita a Vaihinger y Meinong, sufren de un irremediable idealismo, porque su mundo consiste precisamente de una esfera vasta de “objetos”. En su literatura, “abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas” (Borges 1944 (1971): 22). Incluso su metafísica “es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos” (ib: 24). De hecho los Tlönistas tienen una paradoja a la inversa de la de Zenón, que es la siguiente:

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa (Borges (1971):25).

Para los Tlönistas, inaplacables idealistas, se supone que las monedas, en sentido Berkeleyano, existían mientras quedaban dentro de la posesión y percepción de cualquier compatriota, pero cuando estaban “perdidas” dejaban de existir. Un heresiarca –como un Zenón a la inversa– fabricó la inconcebible tesis de que era absurdo imaginar que cuatro de las monedas no habían existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde del viernes, y dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico, seguía, que han existido, aunque de algún modo secreto, en todos los momentos de esos tres plazos. Es decir, Zenón postuló que tiempo y espacio no son continuos sino que consisten en una infinidad de incrementos infinitesimales; el heresiarca, al contrario, sostuvo que los objetos no tienen existencia discontinua en el tiempo y el espacio, sino su existencia sigue fluyendo aún en la ausencia de la percepción y concepción de algún tlönista.

Es que las entidades “reales” para los habitantes de ese misterioso planeta son “objetos”, als ob en el sentido Vaihinger, y en literatura, filosofía, y ciencia, son “objetos” de enunciaciones. Todos esos “objetos” no son más que entidades mentales, con un gesto favorable a Meinong. Incluso el director de una cárcel les ordenó a los presos que encontraran objetos antiguos en ciertos sepulcros en el lecho de un río ya seco, dándoles un guía en forma de láminas fotográficas de lo que deberían encontrar. Al principio, su búsqueda fue inútil. Pero después de varios intentos, exhumaron –o produjeron, por la pura invención mental– “una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descrifrar” (Borges 1944 (1971): 29). Lo que pasa es que Borges ha fusionado el equivalente de todos los mundos, posibles e imposibles, pasados, presentes y futuros, en un bloc monolítico, lo que ha resultado en una pesadillesca y laberíntica concepción atemporal, una asamblea de todo lo que pertenece a la categoría peirceana de Primera, una superposición de todas las posibles posibilidades. Para nosotros, pobres seres sumamente finitos y falibles, esta imagen queda irremediablemente inalcanzable, desde luego.

Parece, en fin, que hemos llegado a la idea de los esquemas conceptuales, todos producto de algún mundo “semiótico” ¿qué otro?, que entran en relaciones agonísticas –si no antagónicas– entre sí. Esta idea tiene su similitud con la filosofía “post-analítica”, los “modos de discurso” foucaultianos, y hasta de los “paradigmas” en sentido de Kuhn y Feyerabend. Los esquemas conceptuales consisten en conjuntos de proposiciones (oraciones, narrativa, discurso) generalmente aceptadas como “verdaderas”. Las premisas parecen ser las siguientes:

(1) Hay diferentes esquemas conceptuales. Emergen durante diferentes tiempos y tienen distintas trayectorias de maduración. En un momento histórico algunos han entrado en la senilidad y sufren una muerte paulatina. Otros siguen con vida.

(2) Oraciones del tipo que requieren razonamiento inferencial –es decir, desde dentro de un esquema conceptual dado, ya que cada esquema implica su propio “razonamiento”– tiene una “positividad”. Es decir, se consideran o “verdaderas” o “falsas”, pero solamente como consecuencia del estilo de “razonamiento” de acuerdo con el esquema conceptual dentro del cual fueron generadas.

(3) Muchas de las categorías de posibilidad (de Tercera), de lo que puede aceptarse como “verdadera” o “falsa”, son contingentes a la contextualidad histórica. Entonces, siempre pudo haber estado de “moda” otro conjunto de categorías de pensamiento en vez del conjunto actual.

(4) No se puede saber, con certidumbre absoluta, si algún sistema alternativo es superior a otro, porque las oraciones se cobran de significado sólo a partir del esquema conceptual desde dentro del cual fueron generadas.

Pero en vista de lo anterior respecto a Meinong, no podemos menos que llegar a la misma conclusión: lo que se considera como mero figmento puede llegar a ser existente, y viceversa. Además, desde un punto dado en la trayectoria histórica de alguna cultura, no se puede saber con exactitud cuáles “objetos” serán eternamente inexistentes y a cuáles se les dará su ciudadanía en el mundo empírico.

6. ¿Qué valor, entonces, tienen nuestros fragmentos y figmentos?

La determinación del significado de un signo, en último caso, depende de acciones semiósicas futuras con respecto a signos-pensamientos generados por algún intérprete. El signo existe en el sentido en que simplemente es, como una potencia,:

(...) lo que por fin puede llegar a ser concebido en el estado ideal de información completa acerca de él, de modo que la realidad depende de la decisión última de la comunidad; entonces, el pensamiento es lo que es, sólo en virtud de otro pensamiento idéntico, pero más desarrollado (CP: 5.316).

De esta manera, cualquier “realidad” para nosotros es antes que nada semiótica.

Además, un individuo de alguna comunidad, como intérprete-interpretante, es también un signo manifiesto en relación con algún suceso en el momento venidero en términos de su ignorancia y su error, porque lo que cree “real”, en el futuro invariablemente se volverá cuando menos en parte “irreal” –aunque si corre la suerte, tendrá alguna aproximación paulatina hacia lo “real verídico”. Este individuo, como todos los signos, está perpetuamente en un tren de cambio a medida que sus signos de lo “real semiótico” se vuelven “irreales” y otros signos, antes concebidos como “irreales”, los reemplazan. Por lo tanto, el individuo, “hasta el punto en que es algo aparte de sus vecinos en la comunidad (de agentes semióticos) ,y de lo que él y ellos serán en el futuro, no es más que una negación” (CP: 5.317; también 8. 13-14).

Así es que los “objetos” epistemológica o metodológicamente “reales”, incluyendo el mismo “yo” (“self”) que engendra los signos describiendo su “realidad”, son invariablemente hasta cierto punto inconsistentes y/o incompletos. Porque lo “real verídico” no puede ser más que lo ontológicamente ideal. Tiene una existencia “independiente de la mente de Ud. o la mía o la de cualquier número de personas” (CP: 8.12). Los “objetos” pueden de esta manera “dividirse en figmentos, sueños, etc., de un lado, y realidades del otro” (CP: 8.12). Es decir, aquellos “figmentos, sueños, etc.” “existen” (o en términos de Meinong, subsisten) sólo a medida que alguien los piense: son signos-pensamientos. Pero a la vez las “realidades” de los “figmentos, sueños, etc.” pueden algún día llegar a gozar de una “existencia” –debemos usar el término ahora en su sentido más amplio– en el mundo externo, como signos-sucesos.

Sin embargo, en su crítica a veces confusa y hasta contradictoria del nominalismo, Peirce sostenía que los “objetos” del pensamiento puro son “reales”. Porque, si externos, los “objetos” son independientes de lo que esté inmediatamente presente a su contemplador y lo que piense de ellos. Aunque esos “objetos” hubieran nacido en el comienzo como signos-pensamientos puros (i.e. flogisto, éter, quarks, agujeros negros), de todas maneras podrían llegar a considerarse como “verdaderos” y por lo tanto “reales”. De esta manera, serían para sus agentes semióticos, tan “reales” como cualquier otro “objeto” existente del mundo externo.

En resumen, la lógica clásica exige una esfera absolutamente “real” para establecer los fundamentos graníticos de un dominio ontológico. Sin embargo, la esfera de todos los mundos posibles de lo “real semiótico” frustran esa empresa, porque sólo a través de ellos podemos tener la esperanza de conocer lo “real”, aunque sólo en parte y con pasos sumamente falibles y tentativos. Invariablemente contienen los diversos mundos de lo “real semiótico” unos que otros signos-pensamientos puros cuya existencia depende de mentes activas dentro de la corriente semiósica, además de los signos “semióticamente reales” que reflejan de alguna manera u otra lo “real” (aunque si lo reflejaran con fidelidad absoluta, no habría ninguna garantía que algún individuo o hasta su comunidad entera podría reconocer esa reflexión como “verdadera”). Pero a lo largo, el grado inevitable de inconsistencia y/o incompletud de todos los signos constituye su característica más interesante, porque si fueran absolutamente consistentes y completos, claros y generales, los signos, como entidades autoreferenciales, autosuficientes, y autológicos, en vez de revelar su resplandor para el beneficio de todos sus contempladores, pasados, presentes y venideros, servirían más bien para agotar lo espontáneo, y la capacidad creadora, del agente semiótico humano mientras navega torpemente por su línea espacio-temporal dentro del proceso semiósico.

El concepto de Peirce de lo que es y no es “real”, y de lo que existe y no en el mundo exterior, concepto que a fin de cuentas abraza la vaguedad, generalidad, inconsistencia, y la falta de plenitud, revela las limitaciones de la lógica clásica, y últimamente destaca las artes, la narrativa, el discurso filosófico, y gran parte del discurso científico del campo deportivo del lógico ortodoxo, ansioso por conservar vestigios de su seguridad. Pero sobre todo, gracias a las categorías resbaladizas, elusivas, y siempre en transición, entre lo “real” y lo “irreal”, tenemos en esencia la complementariedad entre esquemas conceptuales (o “paradigmas”, por decirlo así), lo que es la base de la semiosis en el sentido más general de la palabra. A fin de cuentas, decir agonística entre esquemas conceptuales, entre modos de discurso, y hasta entre culturas, es decir semiosis. Sin la agonística la semiosis quedaría nula, sin la semiosis la agonística no saldría a la luz del día.

Notas:

[1] Para una discusión de la vaguedad y la generalidad véase Merrel (1991, 1992).

[2] Véase Gädhe y Stegmüller (1986), para comparaciones y contrastes entre Duhem y Peirce, y Goudge (1952) y Liszka (1989) para los conceptos de “breadth” y “depth” de Peirce.

[3] En este sentido, las posibilidades no-existentes están habitualmente, sumergidas, en nuestro uso del lenguaje. Esta idea, en vista de las premisas del presente ensayo, debe abrazar oraciones discursivas posibles tanto como actuales en lenguajes artificiales tanto como naturales, y entonces una vez más notamos que la extensión total de las posibilidades enunciables no-existentes no tienen ningún fin alcanzable. Nicholas Rescher (1975: 212), desde una perspectiva semejante, escribe: “Ya no hay nada de por sí finito acerca de nuestros recursos lingüísticos, nuestra tesis que las posibilidades yacen dentro de todas las proliferaciones imaginables de combinaciones lingüísticas no nos impone ningunas condiciones de finitud (o de numerabilidad)”.

[4] Véase también, en general, Castaneda (1979), Chisholm (1973), Parsons (1980), Routley (1979), y Schultz (1979).

Todas las citas de textos en inglés son traducciones del autor.

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Publicado en Ad-VersuS, V, 4-6, diciembre de 1994, Roma-Buenos Aires: 13-34