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AdVersuS, Año II,- Nº 3, agosto 2005
ISSN: 1669-7588
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REALISMO Y UTOPIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Las alternativas dialécticas entre las ideologías en pugna durante las revoluciones europeas de los siglos XVIII y XIX. Antecedentes y proyecciones

Hugo R. Mancuso
UBA - IIRS- UNLP

 

 

El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la Nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas los parlamentarios, los periodistas.
Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo.
La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos
.
Trotsky

I. Semiótica del cambio social

1. Premisas: la superación de los reduccionismos interpretativos

1.1. Aún en el ámbito de un marco teórico tradicional, se podría afirmar, con bastante consenso, que toda sociedad se conforma ideológicamente a partir de ciertos conceptos más o menos simplificados, esquematizados (e incluso falsificados) que son elaborados mediante la recuperación de ciertos hechos acaecidos en el pasado y considerados más o menos “cruciales” (i.e. históricos), para dicha sociedad (Lotman 1971).

1.2. Estos conceptos serán en consecuencia los que condicionarán en gran medida las acciones, las creencias y las reacciones histórico-sociales de una gran parte de los integrantes de dicha sociedad (Rossi-Landi 1968; Civ´jan  1973).

1.3. Ahora bien, y profundizando aún más esta perspectiva, se podría reformular la afirmación precedente en términos semióticos, de un modo mucho más preciso y menos anafórico, diciendo que “el proceso histórico  puede ser representado como un proceso comunicativo en el cual la información nueva que se agrega, determina una cierta reacción de respuesta en el destinatario social (la colectividad)”. Es decir, intervienen un código o una lengua “que define la percepción de los hechos –sean reales o posibles– en el marco del contexto histórico-cultural correspondiente. Así los eventos reciben un determinado significado: son textos leídos por la comunidad”. (Uspenskij 1974).

1.4. Los “textos sociales” entonces, unifican la colectividad “haciendo posible la comunicación entre sus miembros y provocando idénticas reacciones ante los eventos que experimenta” y además “organiza ella misma dicha información, seleccionando los hechos significativos e instaurando determinados nexos entre ellos”. En otras palabras se determina así un “universo de discurso” en el cual los acontecimientos históricos cobran sentido y se conforma, en consecuencia, un respectivo “consenso” social.

Este esquema interpretativo, por tanto, permitirá analizar los acontecimientos pasados, explicando así el “cómo”, “por qué” y “cuándo” se han dado las posibilidades de un proceso revolucionario de la envergadura del francés de 1789. En otras palabras, el consenso social logrado es definitorio para determinar el triunfo de un movimiento revolucionario, así como de la valoración o acogida (Castellán 1984) que la posteridad hace del mismo (cfr. Burke 1790; Barnave 1791; Barruel, 1797-8;; Buchez 1834-38; Mignet 1824;; Lamartine 1847; Roederer 1853-59; Tocqueville 1856; Quinet 1857-8; Ternaux 1862-81; Blanc 1847-62; Michelet 1879; Stael 1818;Taine 1876-94; Thiers 1823-27; Aulard 1901; Jaurès 1901; Carlyle 1893). En consecuencia, toda interpretación de la realidad histórica o social, pretérita o contemporánea, será por definición, un ideologema.

1.5. El ideologema construido acerca de los hechos referidos a la Revolución Francesa, desde el momento mismo de su acontecimiento y a lo largo de los doscientos años subsiguientes, no ha sido obviamente estático, sino que ha ido cambiando, mas aún adecuándose, a las sucesivas ideologías en formación, expansión, transformación o decadencia.

1.6. Justamente uno de los problemas centrales que se nos presenta, sería el que se puede plantear en torno a la proposición “Realismo y Utopía de la Revolución Francesa”.

Es decir, aceptado como objetivamente existente, en términos sociológicos, un hecho histórico acaecido en una zona de fechas más o menos precisa, nos podríamos preguntar: ¿Qué fue lo que los agentes sociales, en mayor o menor medida activos pretendieron llevar a cabo; y qué fue lo que, desde nuestra perspectiva, realmente ocurrió?. 1 O mejor dicho: ¿Cuál o cuáles de las ideologías en pugna (o síntesis de ellas) logró construir un esquema de poder (y por ello también un consecuente modelo interpretativo) suficientemente capaz de reafirmar una determinada ideología social, de modificarla o incluso cambiarla radical y totalmente.

1.7. Aún este nivel de formulación, las muchas deficiencias interpretativas se deben básicamente a la existencia y perduración de ciertos esquematismos extremos, reflejos de sendos prejuicios ideológicos (definibles como mecanicistas o analiticistas e incluso como apocalíptico-finalistas), muchas veces reforzados por los llamados sistemas modelizantes secundarios (Lotman 1971) y patrimonio especial de cierta (pseudo-) historiografía tradicional, capciosa o simplemente ingenua.

1.8. En definitiva, este tipo particular de interferencia interpretativa puede ser comprendida como una interpretación carente de información o una lectura elaborada y enunciada desde los márgenes del sistema ideológico hegemónico. Esta última, sin embargo, implicaría una relectura más profunda aunque no por ello definitiva, del texto social en cuestión al connotar nuevos aspectos novedosos y relevantes. De todas maneras, en todo esquematismo simplificador subyace siempre el presupuesto de la causa única que, como sabemos, no es más que “la búsqueda del único culpable” (Bloch 1949) que implica en consecuencia un nivel de estudio precientífico o presemiótico, es decir “aún no elaborado por el pensamiento, no comprendido históricamente y presa del sentimiento y de la imaginación” (Croce 1914).

1.9. El primer y más obvio esquematismo –que impide la elaboración histórica de un hecho pasado– es obviamente la suposición de la puntualidad monológica y conclusiva: es decir, a la pregunta: “¿Cuándo fue la Revolución Francesa?”, la respuesta inmediata y totalmente automatizada, cotidiana y de rigor, será indefectiblemente “el 14 de julio de 1789”. Y aún corrigiéndose en apariencia la respuesta, con ambiguos conceptos tales como “antecedentes” y “proyecciones”, lo cierto es que el 14 de julio no es frecuentemente ni siquiera un símbolo cultural o ideológico, sino tan sólo una efeméride.

1.10. Un segundo mecanismo asimilativo que empobrece la factualidad en nombre de la verosímil y manejable “realidad”, es el que muchas veces lleva a pensar que, en un acontecimiento llamado “revolucionario”, el cambio (positivo o negativo según valoraciones individuales) es definitivo, acabado, irreversible y provocado por una fuerza social e ideológica única y compacta, sin fisuras y homogénea. Pero en realidad así como ninguna hegemonía es absoluta” ni homogénea, los movimientos sociales (revolucionarios o reaccionarios) que las pretenden cambiar, no lo son tampoco.

1.11. Es decir, sólo a-posteriori o como máximo, durante el curso de los acontecimientos se podrán determinar cuáles fueron las fuerzas sociales activas y en pugna que trataron e incluso que aún están tratando de construir un espacio de acción para tener la posibilidad de conformar hegemonías alternativas; pero nunca a-priori, puesto que ello implicaría aceptar implícita o explícitamente una concepción finalística de los acontecimientos históricos que revela en definitiva, repetimos, un modo de pensar adialéctico, por sectores aislados, nunca integrados ni comprensivos.

1.12. En conclusión, la supuesta interpretación estático-analítica impide captar el real dinamismo de todo proceso social e histórico, propia de lo que se podría llamar un egocentrismo sociológico (más que de un etnocentrismo)- ya que a pesar de lo afirmado corrientemente, la comprensión de los hechos que no pertenecen totalmente al universo del discurso en el cual nos inscribimos, resultan muchas veces más fáciles de aproximar que los de la propia situacionalidad semiótica, precisamente por la mediación del proceso interpretativo que en gran medida objetiviza más fácilmente el hecho.

1.13. En conclusión, todo mecanismo esquematizador es radicalmente monológico. Considerar muerto un problema, superada una cuestión, carentes de nuevas y valiosas contradicciones, es el modo más eficaz de impedir el diálogo permanente (i.e. la disidencia, la aproximación sucesiva, la rectificación) que debe existir en toda situación humana.

1.14. Es por ello que el objetivo fundamental del presente trabajo será en gran medida la re-explicitación o recuperación de los elementos contradictorios y conflictivos reabsorbidos por el sistema o código social posterior, y que habían sido planteados por la Revolución y que fueron olvidados o deformados intencionalmente o no, por los autores prestigiosos y por los críticos sociales contemporáneos o posteriores (cfr. 1.4.).

1.15. Todo mecanismo “esquematizador” (i.e. que canoniza un ideologema o concepto de realidad determinado por la ideología dominante) al ser radicalmente monologizador, es inevitablemente autoritario; ya que de este modo se anula toda posibilidad de desarrollar el diálogo asimétrico propio de las estructuras pensantes (Lotman (1985)). En consecuencia, como se acaba de decir, toda investigación (y no solamente la presente) que pretenda replantear verdaderamente un tema cualquiera (aprovechando el valioso pretexto de la efeméride) y no limitarse a repetir, empobreciéndose, los lugares comunes consagrados por la tradición cultural, intelectual o científica, deberá recuperar esas contradicciones planteadas, en este caso por la Revolución Francesa, y absorbidas por el tramado ideológico posterior.

2. Márgenes ideológicos y márgenes interpretativos

2.1. En el marco teórico precedente se esbozó un esquema de trabajo basado principalmente en el intento de re-leer un hecho histórico a partir de los acontecimientos posteriores a él y de la acogida que de estos  acontecimientos se hizo en el lapso que nos separa de los mismos, y principalmente desde los márgenes textuales de la acción revolucionaria y de su correspondiente interpretación. Por ello la obra, contradictoria y revulsiva (los escritos y la carrera política) del público pero rápidamente olvidado Babeuf, presenta desde nuestra perspectiva, con todo su dramatismo y patetismo, el alma de la tendencia más utópica pero también quizás la más consciente de los límites de la Revolución de 1789 y de las ideologías alternativas de la época.

2.2. Por otra parte, la obra de Babeuf es interesante en sí misma porque se presenta escindida de la profunda contradicción que significa plantearse in nuce, la dialéctica, a veces irresoluble, entre lo que podemos llamar el realismo (entendido como “reformismo objetivamente posible”) vs. el utopismo del movimiento revolucionario, existente obviamente, en todo proceso de transformación social. Es decir, en toda estructura social existen fuerzas ideológicas en pugna, de resolución a veces impredecible, que manifiestan la eterna oposición entre la “ideología”(entendida como valores culturales mistificados, o como informaciones ya sabidas, aceptadas y difundidas) y la/s utopía/s o proyectos o idearios de transformación (en medio de los cuales se encuentra la Revolución).

2.3. La complejidad de los hechos considerados, parecería superar y en mucho, la acogida de los mismos que ha tenido lugar. Algunos historiadores, como es sabido, han visto en la Revolución Francesa el fin del sistema económico feudal. Otros, en cambio, prefieren ver en ella, no un fin sino el inicio de la Modernidad, o más aún de la “Contemporaneidad”. Lo cierto tal vez sea, que toda temporización tiene mucho de arbitrario, ad hoc y relativo (Castellan 1961).

2.4. Sin embargo, la Revolución Francesa de 1789, no es un hecho aislado. En rigor, no fue ni la primera, ni la última, ni la única, –ni siquiera tal vez la “más” importante (en términos absolutos por supuesto)– de los  movimientos sociales europeos, ni del Medioevo ni de los siglos venideros.

2.5. Como es sabido, toda la historia medieval está ensangrentada por luchas sociales crudelísimas; verdaderos holocaustos en el marco de una sociedad endémicamente pobre y sin ninguna posibilidad de desarrollar un crecimiento económico regular y constante. Baste recordar las grandes hambrunas (de 1033, 1125 y de 1132); o algunas de las grandes pestes (de 1090, 1235, 1190, y de 1197); así como las crisis agrícolas, financieras y en general productivas (de 1422, 1461, 1464, 1465, 1481 y 1483) que asolaron  el Occidente medieval, desde Florencia hasta Flandes,2 y que provocaron numerosas y a veces importantes rebeliones campesinas y urbanas características del Primer Capitalismo europeo (especialmente italiano, francés y flamenco), en el marco de la gran Crisis del siglo XIV y XV (la Jacquerie de 1357; la rebelión de los Ciompi –y además revueltas del centro de Italia–; Revolución Calabresa del 1470, etc.) así como las insurrecciones burguesas y del Tercer Estado del siglo XVIII (Londres 1780, Génova 1782, Ginebra 1782, Boston 1775, Utrecht, Ámsterdam, La Haya 1783; y los disturbios rurales crónicos en las colonias norteamericanas, Bélgica, Irlanda e Italia, desde 1770 a 1789).

II.  Las condiciones de posibilidad de la Revolución Francesa de 1789

1. Las rebeliones campesinas feudales y tardo medievales

1.1. A principios del siglo XIV se inicia lo que se ha dado en llamar la (Primera) “Gran Crisis del Sistema Feudal” o “Crisis de los siglos XIV y XV” que azotó todos los países de Europa, a sólo cien años del “próspero” siglo XIII. Obviamente se han tratado de determinar numerosas causas (únicas) de este aparentemente inexplicable fenómeno económico-social, desde cataclismos naturales hasta bruscas modificaciones del “Orden natural”. Lo cierto parece ser, en cambio, que hacia el 1300 el “sistema de producción feudal” (en términos económicos y sociales) bloqueó su capacidad reproductiva. En otras palabras, la Reproducción social formada en los siglos anteriores no supo, en ese limitado marco ideológico, ni mejorar las estructuras económicas ineficientes ni poder reabsorber los descontentos, canalizándolos adecuadamente. La expansión poblacional de los siglos anteriores, derivó en una inevitable super-población al llegar a su límite la producción agrícola de las tierras marginales de acuerdo a los cánones reproductivos de la pirámide feudal. El agotamiento de las tierras mediocres, la sensibilización colectiva por frecuentes malas cosechas, en medio de un intenso desequilibrio ecológico y la consecuente liberación, cada vez más intensa, de un descontento secular ya imposible de atenuar con las limosnas previstas por la teoría económico-moralista del medioevo, signó un siglo de luchas sociales que a veces hubieran cuestionado y puesto en peligro el mismo sistema de poseer un sustrato ideológico más importante y una mayor organización con apoyo urbano, tal como aconteciera en los siglos posteriores (principalmente durante el setecientos).

Sin embargo, hubo otro detonante mucho más decisivo, o mejor dicho, que cuestionó aún más la estructura feudal europea: la carencia de metal precioso, y más precisamente la impractibilidad de “la extracción de plata, a la que estaba conectado todo el sector urbano y monetario de la economía feudal” (Anderson 1974 (1987): 203). Una recesión intensa se manifestó en toda Europa, extendiéndose de Oriente a Occidente, ya desde mediados del siglo XIII, desequilibrando la relación de los precios urbanos (proto-industriales) y agrícolas. El precio del grano –principal elemento de subsistencia generalizada– (como ocurrirá luego en vísperas de las Revoluciones del siglo XVIII (Godechot 1965) se desmoronó  a límites increíbles, conservándose primero y aumentando luego de modo ininterrumpiendo, el nivel de precios de los artículos manufacturados –suntuarios– de consumo reducido a la minoría señorial.

La ruina de la nobleza (especialmente de la pequeña nobleza “urbana” italiana y alemana y de gran parte de la nobleza marginal del resto de Europa) provocó el renacimiento de una práctica muy divulgada en los siglos anteriores y nuevamente común en los posteriores: “el ‘gansterismo' señorial el de las Guerras de las Rosas” en Inglaterra, en la Francia triunfante pero pobre, de la post-guerra de los Cien Años, y de los “condottieri” de Italia y Alemania. Así la vocación caballeresca por la guerra se profesionaliza, los ejércitos mercenarios no sirven ni a las causas nacionales ni feudales sino tan sólo a los intereses inmediatos y de saqueo de sus integrantes.

Obviamente la Peste Negra (1348) agudizó esta situación, hasta el punto de que hizo pensar a muchos en el “Fin del Mundo” (manifestado en la necrofilia testimoniada en el arte y otras prácticas culturales) aunque tampoco se puede reducir a ella la causa de la crisis del sistema señorial. Ciertamente la consecuencia inmediata, agudizada por las guerras permanentes, fue una disminución dramática de la población que provocó una reducción aun mayor de la oferta de mano de obra, y un nuevo, intenso, prolongado y aparentemente incontrolable aumento de precios, incluyendo el de los salarios. Sin embargo,  la reacción señorial no se hizo esperar, agravando quizás la situación, al determinar un brusco descenso de salarios con el objeto de impedir el aumento de los precios de productos manufacturados y aumentar la renta de las ahora pobres tierras señoriales. Baste recordar como ejemplo los Statutes of Labourers decretados en Inglaterra entre 1349 y 1351, al finalizar la Peste Negra, los cuales “se cuentan entre los programas más fríamente explícitos de explotación en toda la historia de Europa” (Anderson 1974 (1987): 206). Otro tanto podría decirse de la Ordennance real francesa de 1351 o de la Regulación de salarios decretada por las Cortes de Castilla en Valladolid el mismo año; de las Disposiciones de los príncipes alemanes reunidos en Baviera en 1352, o de las leyes de las Seimarías en Porty, Portugal, en 1375.

Sin embargo, el intento señorial de reforzar la condición servil encontró una fuerte resistencia, a veces feroz, en organizaciones campesinas espontáneas, dirigidas por algunos campesinos “cultos”, relativamente prósperos y con una elevada conciencia de clase. Así “los conflictos sordos y localizados que habían caracterizado la larga expansión feudal se fundieron repentinamente en grandes explosiones regionales o nacionales durante la depresión feudal en sociedades que ya estaban mucho más integradas económica y políticamente” provocada por la penetración mercantil aún en el campo, debilitando las relaciones consuetudinarias, fortificándose paralelamente el poder real central y, agregando en consecuencia, nuevos impuestos a las exacciones nobiliarias, lo que produjo o agudizó nuevas reacciones populares, empezando en las regiones más desarrolladas, tales como las de Flandes (1320), la gran Jacquerie (1358), la radical insurrección de los cardadores de lana o Ciompi (asalariados y no artesanos) de Florencia (1378) –que llegaron a imponer una breve dictadura revolucionaria–  o la terrible rebelión de los campesinos en Inglaterra (1381). En el siglo siguiente, se produjeron las reacciones de los siervos agrícolas de las regiones marginales y más atrasadas, como España (en Aragón, ininterrumpidamente desde 1469 a 1475; la revuelta de los siervos Remensas españoles entre 1462 a 1484, verdadera guerra civil que asoló gran parte de la Península) y las de Dinamarca y Europa Septentrional.

Todas estas revueltas fueron duramente reprimidas, –incluso las más radicales como las de los Ciompi o la de las Remensas 3 lo cual no implica que no hayan tenido consecuencia en el orden señorial, condicionando grandemente la resolución de la crisis, poniendo de manifiesto las contradicciones del sistema socio-productivo feudal y cuestionando, incluso explícitamente, sus fundamentos ideológicos. Asimismo parecería refutar una de las creencias más divulgadas de la teoría económica y política del marxismo vulgar, ya que:

(...) una de las conclusiones más importantes que pueden deducirse de un examen de la gran crisis del feudalismo europeo es que (...) el modelo característico de una crisis en un modo de producción no es aquel en que unas vigorosas fuerzas (económicas) de producción irrumpen triunfalmente en unas retrógradas relaciones (sociales) de producción y establecen rápidamente sobre sus ruinas una productividad y una sociedad más elevadas. Por el contrario, las fuerzas de producción tienden normalmente a estancarse y retroceder dentro de las existentes relaciones de producción; éstas tienen que ser radicalmente cambiadas y reordenadas antes de que las nuevas fuerzas de producción puedan crearse y combinar en un modo de producción radicalmente nuevo. Dicho de otra forma: en una época de transición, las relaciones de producción cambian por lo general antes que las fuerzas de producción, y no al revés (Anderson: 1974 (1987): 208).

Y se podría agregar que la reacción señorial (así como siglos después la reacción antinapoleónica) marca no el fin de la renovación sino la inminente reorganización social, el reflujo de la estructuración cultural. La reacción feudal no produjo “una rápida liberación de nueva tecnología ni en la industria ni en la agricultura” sino “una extensa transformación social” ya que las feroces revueltas condujeron a un imperceptible cambio del equilibrio de fuerzas sociales en pugna por la tierra. La crisis de la producción feudal, la pobreza generalizada, la contracción de tierras cultivables, tuvo sin embargo una consecuencia inesperada, sobre todo para los terratenientes, ya que se produjo una rápida liberación de fuerzas productivas, que, entre otras soluciones, eligieron la emigración a las ciudades, favoreciendo y acelerando el proceso de urbanización lo que fue un factor decisivo en las revoluciones sociales del siglo XVIII y XIX, afirmando el proceso de industrialización y obviamente debilitando aún más las relaciones consuetudinarias personales (campesino-serviles o urbano-corporativas).

Este fue el momento clave y decisivo de “la disolución de la servidumbre en occidente” ya que fue el sector urbano el que explicitó las contradicciones del sistema feudal, creando un sector hegemónico alternativo, capaz de oponerse al sector señorial, y con el cual deberán pactar, como en la Alta edad Media habían hecho los Emperadores Romano-germánicos, los monarcas absolutos, en la fase económica mercantilista,  que será definitiva en la que, y de modo transitorio, desembocará la resolución de la crisis medieval. Y será justamente en el sector urbano, debidamente desarrollado y poderoso económicamente, en donde se conformará la más fuerte y decisiva oposición al sistema monárquico absolutista, determinando incluso el curso de los acontecimientos al producirse la nueva crisis de occidente hacia fines del siglo XVII. Repetimos, fue el sector urbano-burgués el que influyó y cambió el resultado de la lucha de clases en el ambiente rural y no a la inversa. Si se confronta el resultado de las constantes y periódicas insurrecciones del occidente europeo, se podrá fácilmente comprobar como, a la falta de un centro urbano de consideración (tales como eran Brujas, Gante, Florencia, París, Londres e incluso Barcelona) se corresponde un proceso de industrialización y una extensión cuantitativa y cualitativa del mismo, no sólo inferior  sino a veces inexistente. La urbanización garantizó y más aún, inició a veces, las revueltas rurales. Las ciudades proto-industriales se convirtieron rápidamente en fermento de continuas insurrecciones populares, desde las cuales se extendieron al campo, tales como los grandes movimientos sociales del último cuarto del siglo XVIII. Las grandes ciudades industriales actuaron como centro de irradiación social y sobre todo ideológica o como fuentes de retransmisión (potencia) de descontentos. Se confirma así una de las características claves de la naciente Modernidad: La importancia creciente de los centros urbanos como dominantes de la cultura de la sociedad superándose paulatinamente el concepto del producto cultural “cortesano” y afirmándose una valoración socio-consensual de la producción intelectual y en general ideológica. Y así los señores, ante la “atracción” urbana, debieron, implícitamente, aceptar la relajación de los vínculos feudales. Las obligaciones campesinas se conmutaron frecuentemente en dinero y el arrendamiento de tierras señoriales imperceptiblemente se transformó en arrendamiento no servil de tipo enfitéutico;  creciendo además el grupo de campesinos “ricos”. Los salarios rurales en consecuencia aumentaron así como el precio del grano, en términos relativamente constantes, obligando a los señores feudales a pasar, imperceptiblemente, al pastoreo lanar, con el fin de obtener mayores ganancias en la producción de lana, para abastecer a las industrias textiles de las ciudades, con lo que se produjo no sólo una relativa aunque superficial paz social, sino un continuo y consecuente crecimiento económico de la burguesía urbana, así como una tácita dependencia de la clase terrateniente a la estructura artesano-industrial burguesa.

Es interesante comparar en cambio, como aquellas revueltas campesinas desarrolladas en el marco de una estructura social aun no urbanizada (total o parcialmente), tendrán una consecuencia mayormente perversa y contraproducente, tales, como las permanentes revueltas acaecidas en gran parte de España y en especial en Italia Meridional, en donde, por ejemplo, la gran Revolución Calabresa de 1470, extendida a todo el sur de la península, tras años de lucha e insurrección, a veces profunda y aparentemente triunfante, conducirá a una contrarreacción que producirá una nueva oleada de jurisdicciones señoriales y un notable aumento de la extensión de los latifundios. El levantamiento calabrés, es tal vez el ejemplo más patético y significativo de revolución campesina que al carecer (a diferencia de los del norte de Italia y del resto de Europa) de resonancia urbana, el campesinado no sólo no conquistó su libertad sino que retrotrajo la situación, hundiéndose la explotación agropecuaria en una larga depresión económica, sin contar con centros urbanos alternativos o contra-hegemónicos. Otro tanto se puede decir de la situación en la casi totalidad de la Península Ibérica, donde –salvo alguna excepción producida en la zona de influencia de Barcelona– la situación se retrotrajo también a una status quo muy anterior a la planteada en el resto del continente. 4

Las monarquías nacionales más o menos absolutistas –mediante las particulares formas de mercantilismo adoptadas en los distintos países europeos occidentales (proto-industrial y comercialista en Inglaterra, Flandes y Norte de Italia; monetarista en España; agro-artesanal en Francia) – no sólo protegieron, a cambio de apoyo político y económico, la expansión precapitalista sino que además crearon paulatinamente las condiciones de posibilidad de la existencia de una clase capaz de disputar, en breve, el dominio del poder tal como ocurrirá a finales del Setecientos, cuando se explicitarán las luchas sociales que se manifestaron a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, en donde tuvo lugar el llamado “feudalismo bastardo” basado en una explotación agrícola quasi-feudal, esencialmente de pastoreo pero con campesinos asalariados (llamados “secuaces”) y no obligados por vínculos señoriales (aunque obviamente sí a veces, por la necesidad material, por el clientelismo o por la fuerza respectiva) actuando incluso como aliados naturales (y resentidos) en la represión de los campesinos que habían estado sujetos a vínculos serviles y que ahora estaban virtualmente liberados y eran propietarios de fracciones de tierra.

Las relaciones de fuerzas de clase y de producción cambian rápidamente en un período de no más de dos siglos, conformándose de modo cada vez más estable, un proto-proletariado urbano, una burguesía urbana en ascenso, un sub-proletariado rural semi-asalariado que conserva a veces por voluntad o necesidad los vínculos feudales (“bastardos”) o clienteriles y principalmente una quasi-burguesía rural, cada vez más rica, aliada natural de la burguesía urbana. Este estado de cosas producirá un cambio radical en los modos de producción que encontrará su proyecto maduro en las teorías fisiócrata y económica clásica, siendo a su vez, y en gran medida la base del programa económico de las revoluciones que se inician a fines del siglo XVIII.

2. Las rebeliones campesinas feudales y tardo medievales

2.1. La solución de compromiso, a la que el nuevo equilibrio de clases llega hacia el 1550-1600, no logra superar las deficiencias estructurales del sistema de Reproducción Social tardo feudal “bastardo” por lo que nuevos y tal vez más profundos conflictos sociales latentes se manifiestan ya desde del siglo XVII (v.gr. la Revolución Inglesa de 1688).

El caso de Francia era, con mucho, el más crucial. Esto se debía a varias razones. Ante todo, la importancia relativa del Estado francés en el contexto europeo (por su extensión y población), así como la afirmación de ese Estado, fuertemente centralizado, en la figura real (sobre todo Luis XIV) de gran prestigio y poder. Pero a esto se debería agregar otro factor no menos importante, y aún más decisivo. Es en Francia donde el feudalismo clásico, había conservado más firmemente su estructura originaria y donde mayor desarrollo tuvo, en consecuencia, el feudalismo “bastardo”. No por casualidad entonces, la revolución Francesa del 1789 fue si no la más importante, sí la menos la más representativa y quizás también la más decisiva para el decurso de los acontecimientos inmediatamente posteriores.

2.2. Desde nuestro punto de vista, el estudio de los desequilibrios sociales de finales del XVIII, resultará importantísimo para comprender las dominantes del proceso revolucionario francés y europeo del período,  recordando una vez más que la sublevación parisina del 14 de Julio no fue un hecho aislado no sólo en el marco de las revueltas europeas anteriores, sino de las revueltas ocurridas en la misma Francia en los años inmediatamente venideros.

2.3. A pesar del proceso de urbanización iniciado en toda Europa –principalmente  Italia centro-septentrional y Flandes– Francia era aún, en términos proporcionales y relativos, hacia 1750, un país básicamente rural. De los veinticinco o veintiséis millones de habitantes estimables, París era una gran ciudad a nivel europeo, pero la única que, con sus seiscientos mil habitantes, superaba los cien mil. Tan sólo Burdeos, Lyon, Marsella y Nantes superaban en no mucho los sesenta mil; es decir, tan sólo el dos por ciento de la población total del país era urbana.

De los datos citados resulta interesantísimo notar como, una aglomeración urbana importante como era París, aún siendo la única, determinó y en cierto sentido garantizó y condicionó los lineamientos de la Revolución, es decir su carácter básicamente burgués (en sentido amplio) y anti-feudal. Sin embargo, sería un error gravísimo creer que la Revolución fue limitada al ámbito ciudadano. 5 De ser así, no se podrían comprender por ejemplo las revueltas campesinas que no sólo siguieron a la Toma de la Bastilla (conocidas como el “Gran Miedo” y que no se distinguieron en lo sustancial de las tradicionales revueltas tardo-medievales) sino que dichas rebeliones campesinas precedieron y en gran medida prepararon las revueltas de la Comuna de París de los años 1787 a 1789. La participación de las masas rurales, siendo la mayoría de la población francesa de entonces, garantizó en definitiva la transformación político-social. Y justamente es en este punto en el cual se manifiesta una de las características centrales del período: i.e. el gran desprestigio y la gran reacción anti-feudal, explícitamente planteada desde los sectores burgueses y populares.

2.4. Como hemos visto, el feudalismo europeo en general y francés en particular, no era obviamente, en el siglo XVIII, el denominado (y casi inexistente en su forma “pura”) “Feudalismo clásico” sino más bien la última forma en la que derivó el antes citado “Feudalismo ‘bastardo' ”, es decir aquel en el cual existía una mayor o menor fuerza productiva quasi-asalariada, con una a veces notoria relajación de los vínculos consuetudinarios y, principalmente, una importante transformación de las obligaciones señoriales en dinero así como una virtual propiedad de hecho de las parcelas de tierra explotadas por (algunos) campesinos.

2.5. Lo curioso entonces es que la Revolución se desarrolle, y hasta se justifique públicamente en nombre de la abolición del feudalismo. Obviamente la prédica de la teoría política (desde Locke hasta Rousseau, pasando por Montesquieu) así como la consolidación de las teorías económicas protocientíficas modernas (principalmente la Fisiócrata y la Teoría clásica) habían creado las condiciones de la construcción de un fuerte consenso antifeudal que, aun muy indirectamente, se había difundido en los campos y en las ciudades (principalmente a través de los abogados y demás profesionales y pequeños burgueses que estaban en contacto con las masas campesinas, artesanas y proto-proletarias).

2.6. Tal vez sea por ello entonces que los distintos agentes sociales de la Revolución denominasen, sin otra aclaración, a dicho régimen como “feudal”. Los decretos del 4 de agosto de 1789, abolieron justamente el “régimen feudal” (con excepción de los pesados Champart abolidos recién por la Convención el  17 de julio de 1793 y la posterior Asamblea Constituyente crea incluso, el “Comité de Derechos Feudales” para solucionar los problemas surgidos con las revueltas y eliminar los “últimos resabios del feudalismo”).

Sin embargo, más allá del “adoctrinamiento” filosófico del Siglo de las Luces, es posible que la sensibilidad colectiva estuviese en gran medida agudizada porque en vísperas de la Revolución parece obvio que se preparaba una reacción clérico-feudal, de carácter anti-capitalista y reaccionario (Rudé (1989)).

Más allá de los posibles planes de reacción, es posible que la sensibilidad anti-señorial se viese por su parte agudizada debido a que en las décadas inmediatamente anteriores a la Toma de la Bastilla, la crisis económica generalizada (Godechot 1965), produjera una mayor presión señorial por reclamar el aumento de las rentas así como el intento de revivir la imposición de viejos derechos caídos en desuso desde fines del siglo XV. Asimismo, y especialmente en el campo, se produjo otro factor agravante durante todo el siglo XVIII, ya que se entabló un verdadero duelo por la hegemonía político-económica, entre la corona (y una parte de la nobleza burocrático-cortesana) y la vieja nobleza feudal, terrateniente y rural.

2.7. La consecuencia inmediata de esta puja por el poder, produjo un empeoramiento relativo de las condiciones de vida de los campesinos, ya que a los impuestos feudales (en dinero, en especies (los champarts) y en trabajo), al laudemio (o impuestos extraordinarios a la herencia y a la transmisión de las parcelas propiedad de los campesinos) y al diezmo eclesiástico (que en realidad solía ser una docena o una quincena parte) se agregaban ahora los cada vez más exigentes impuestos reales a veces marcadamente aumentados por los problemas del Estado francés para hacer frente a las obligaciones derivadas de las guerras de los siglos XVII y XVIII, pero sin afectar al estamento privilegiado (nobles y alto clero). Por ello, el aumento en número y en cantidad de los impuestos señoriales y estatales fue considerado por la burguesía y por el campesinado como incompatibles.

2.8. Las tensiones sociales por su parte se veían profundamente agudizadas por la marcada desigualdad en la distribución de las riquezas nacionales a finales del Setecientos. De acuerdo a estadísticas confiables (Godechot 1965), se puede calcular que el 1 por ciento de la población (o poco más, según las zonas) concentraba en su poder el 25 por ciento del total de la renta nacional; el 50 por ciento restante de la misma, en cambio, estaba en posesión de la alta burguesía y un sector menos pudiente de la nobleza media; y finalmente el grueso equivalente al 90 por ciento del total de la población poseía tan sólo el 25 por ciento. A su vez, es interesante notar que en este sector mayoritario, la distribución del capital no era igualitaria ni mucho menos, pudiéndose encontrar entre los mismos campesinos, algunos relativamente ricos y artesanos y servidores más o menos acomodados hasta los indigentes urbanos o rurales.

2.9. Relacionado con esto último se debe considerar otro factor determinante en el proceso económico social que posibilitó la explosión revolucionaria. Durante los siglos XVII y XVIII la población ciudadana se incrementó notablemente, y la causa de este incremento a veces brusco, fue la inmigración rural. Con lo cual, a los problemas típicos del proletario urbano se les sumaron los tradicionales conflictos propios de la mentalidad campesina servil. Esto ayudaría en gran medida a comprender el cómo y el por qué de las relaciones en cadena, en cuanto al estallido de los conflictos sociales, campo-ciudad-campo. Obviamente, la comunicación de los inmigrantes con sus familiares no se interrumpía, y este contacto favoreció no sólo la sensibilización de las conciencias explicitando los conflictos latentes en los dominios feudales, sino que oficiaron como elemento perturbador de las relaciones consuetudinarias en las propiedades feudales.

Asimismo, no se deben descartar ni olvidar los conflictos nacidos y desarrollados en el seno mismo de la sociedad pre-capitalista de las ciudades. Serán justamente los jornaleros urbanos, -antecesores del proletario moderno-, los sans-culottes, los que constituirán el tercer motor, la otra clase en conflicto durante el proceso revolucionario.

2.10. De lo dicho se pueden extraer algunas conclusiones previas:

a) la burguesía francesa de entonces, salvo una reducida minoría, se mantenía muy vinculada económica, social y familiarmente con los campesinos ricos o pobres;

b) asimismo, estaba especialmente la minoría burguesa rica, vinculada y comprometida con la suerte de la nobleza, a pesar de no compartir algunos de sus principios básicos, empezando por la pobre participación en el gobierno, en especial durante las últimas décadas del siglo XVIII (mucho menor incluso a la del siglo XVII);

c) el descontento social era generalizado, no sólo limitado a los pobres del campo y de la ciudad, sino también extendidos a los estamentos medio-burgués, alto-burgués e incluso a los estamentos privilegiados. En consecuencia, no puede considerarse a ninguno de los grupos activos como conforme con la situación del reinado de Luis XVI, con lo cual el malestar social era cada vez mayor, intentando cada grupo o clase, sola o con alianzas estratégicas o circunstanciales, el acceso al poder o la obtención de las ventajas deseadas, en el marco de una crisis económica agudísima, que afectaba sobre todo el precio del pan y de la harina y por ende la alimentación de gran parte de la población. “Todas estas condiciones contribuyen a explicar la primavera y el verano de 1789” (Godechot 1965). Nadie estaba contento con el Antiguo Régimen, y cada grupo o clase o alianza entre ellos, pretendió cambiarlo y reformarlo o reemplazarlo de acuerdo a sus propios intereses y presupuestos ideológicos.  

3. La teoría política de la Modernidad: el liberalismo temprano

3.1. Reducir las causas de la Revolución Francesa a una “Crisis de Legitimidad” (Beloc 1966) es no comprender debidamente los hechos. Vale decir, implica no querer entender cuáles fueron los verdaderos determinantes ideológicos que pusieron en crisis la legitimidad del poder absolutista, redefiniendo las relaciones de producción (económica y social en general) y por ende la estructura misma de la sociedad.

3.2. Resultaría muy difícil exagerar la importancia que los llamados filósofos  tuvieron en el cuestionamiento del Antiguo Régimen. Ya desde la teoría política del liberalismo temprano (Hobbes, Locke) se discutió la estructura social vigente en el cuestionamiento de sus signos culturales más importantes, incluso reactualizando algunos (por ejemplo, los referidos al “feudalismo”) para así aniquilarlos más efectivamente. La teoría política del liberalismo temprano, bien puede inscribirse en lo que se ha dado en llamar “el paradigma del origen de la sociedad” a la vez metodológico, teórico y por supuesto ideológico (en sentido estricto i.e. programático).

3.3. Dicha teoría representa un novedoso intento de síntesis entre el derecho natural y el derecho positivo: legislar es interpretar (históricamente) la ley natural; afirmándose simultáneamente el “individualismo posesivo” (Hegel dirá que “la propiedad privada es la que objetiviza la libertad individual”). Por ello, “el comercio que cada cual realiza con su semejante al asociarse” libremente, es la base de la visión social contractualista (Rousseau).

Individualismo natural y asociación colectiva representan o mejor dicho producen (permiten), in strictu sensu, la libertad, concepto angular del paradigma.

Para la teoría del paradigma liberal, la libertad individual originaria es un presupuesto elemental pues no sólo explica el origen de la sociedad, sino las condiciones de posibilidad de su funcionamiento (económico) así como la fuente de legalidad del poder.

3.4. La diferencia fundamental con la teoría política medieval radica justamente en que su punto de partida no era el “agrupamiento social” sino el integrismo y la homogeneización de los grupos sociales en torno a una verdad común trascendente, “la aceptación común de una misma verdad” sin posible disidencia. La vocación totalitaria del pensamiento medieval fue descubierta ya por Hobbes y desarticulada por Locke. Sin embargo, no encuentra su formulación paradigmática hasta la obra de Rousseau quien va más allá, presentando en el marco de esta teoría política una teoría de inspiración social, fundamento último y primordial de las revoluciones del Setecientos y del Ochocientos. Es un desarrollo teórico mucho más profundo y radical pero también en gran medida utópico. Rousseau no se limita a descubrir “lo que ‘fue' y lo que ‘pasó'” “sino lo que debe ser”. El fundamento ético de la teoría del liberalismo temprano es, entonces, otro ingrediente básico de los fundamentos revolucionarios del Setecientos.

3.5. A su vez, el economicismo de la teoría política moderna, se fundamenta en la reducción del ámbito de lo privado, superado el integrismo medieval, de toda característica cultural, en especial religiosa. La única razón de Estado es, desde esta perspectiva, la económica, ya que es la expresión del factor primordial de unión entre los hombres: la interdependencia por y para su subsistencia económica. No será la integración a un pasado o a una comunidad “hegemónica, estática y cerrada” lo que define la condición del hombre en la sociedad, sino normas de comportamiento “objetivas” y “a-históricas”, suprapersonales, es decir, supuestamente permanentes. Lo permanente no radica en las obras de los hombres, que es variable, histórica y múltiple, sino en los condicionamientos comunes de la cultura de todos los hombres. Antes de las mismas condiciones de existencia, los proyectos sociales pueden ser distintos, son el producto de la elección individual y asociativa de las condiciones de esa subsistencia determinada. O como ya dijo: legislar es interpretar (codificar) el derecho natural, o más aún, las condiciones de existencia de lo “natural”.

3.6. Los fundamentos de este proyecto de sociedad que pretende superar el monologismo medieval y constituir el dialogismo democrático, fundamentado en la escisión de la sociedad en la individualidad de sus miembros, implica la formación de un estadio impersonal o suprapersonal, sin poseedor o dueño, sin estamentos privilegiados no sometidos a las mismas leyes o normas de comportamiento del resto de la sociedad. Esta concepción es riquísima desde la perspectiva sociológica actual, pero señala tal vez también los límites profundos de la Revolución y del devenir Post-revolucionario, que pretenderán ser superados por algunos grupos marginales de la misma (como el caso de Babeuf y sus “Iguales”) y que se manifestarán aún más claramente en los movimientos revolucionarios de 1830 y 1848.

Postular que la soberanía reside en la sociedad implica –además de escindir el Estado de ésta– pensar en una sociedad que se conforma por la suma de voluntades y no por la imposición “del más fuerte”. Es decir, la soberanía, al pertenecer al pueblo, afirma el principio democrático: “Puesto que ningún hombre está investido de una autoridad natural sobre sus semejantes y puesto que la fuerza no crea ningún derecho, sólo nos quedan las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres” (Rousseau 1762: I, 3). Más aún:

El hombre, en todas partes, ha nacido libre, y sin embargo , vive sojuzgado. Se cree señor de otros cuando no es menos esclavo de ellos. ¿Qué ha producido esta situación? Lo ignoro. ¿Qué motivo la ha legitimado? Me creo capaz de resolver esta cuestión. Si no se considera más que la fuerza y sus efectos, podría decirse que mientras un pueblo se ve obligado a obedecer, y obedece hace bien. Pero si puede sacudir el yugo y efectivamente lo sacude, obra mucho mejor, ya que recobrando su libertad por el mismo derecho que se le había robado, tiene buena causa para recobrarla, mientras que no existió ninguna para que se la quitaran (Rousseau 1762:I, 1).

El hombre (i.e. todos los hombres, o mejor aún, cada uno de ellos) ha nacido libre (debería ser libre) pero vive sojuzgado, debe recobrar en consecuencia su libertad, es decir su “felicidad”. Por ello, el fundamento de la Revolución ha sido más precisamente la “felicidad común” tal como rezaba el preámbulo de la Constitución de 1793.

Sin embargo, es aquí donde se presenta un nuevo límite ideológico del pensamiento pre y post revolucionario: “¿Cómo habría de lograrse “la felicidad y el bien común? ”

III. La hermenéutica marginal de los acontecimientos revolucionarios François-Noel Babeuf

1. Los principios básicos de la teoría social (político-económica) de la Modernidad, propagada por todo el continente, ya desde comienzos del siglo XVII, mediante la obra de los “filósofos” (iluministas), constituyeron los fundamentos del consenso revolucionario, aunque obviamente no sin matices.

Entre éstos, es interesante el análisis de la evolución del pensamiento de Babeuf, el cual partiendo de los postulados básicos de la filosofía pre-revolucionaria de inspiración eminente y a veces literalmente rousseauniana, desarrolla una meditación teórica y práctica que anticipa en mucho algunos lineamientos básicos de la teoría política del ochocientos. Pero, más allá de esta consideración también resulta interesante señalar dos aspectos:

a) Los restos ideológicos de la teoría económica y política tradicional que señalan en gran medida los límites del pensamiento revolucionario y de su accionar;

b) La contradicción que en obra de Babeuf (y también en gran parte de los demás teóricos y políticos contemporáneos) se puede registrar entre lo deseado y lo posible, es decir entre los principios básicos de la filosofía del liberalismo temprano (especialmente rousseaunianos) y las condiciones objetivas de la revolución. O, en otras palabras, las dificultades por elaborar los medios acertados para conseguir los objetivos implícitos en la filosofía política moderna.

2. La urbanización, la división del trabajo, la industrialización, el fin de las restricciones del mercado, del comercio y de la oferta del trabajo, la crítica modeladora a los intereses de los terratenientes en las consideraciones acerca de la renta de la tierra, y una firme –aunque a veces contradictoria– concepción del “progreso económico” son algunos de los puntos centrales de la teoría económica del liberalismo temprano. Sin embargo, aun entre los críticos más acérrimos a “la economía de los comerciantes y de los mercaderes” (es decir, el naciente capitalismo industrial y comercial) como Babeuf se pueden descubrir supuestos comunes a los más importantes pensadores y políticos del siglo, que contradicen en gran medida algunos de los fundamentos básicos de la teoría política y económica del momento, y que se pueden resumir en la imposibilidad de concebir una estructura social abierta, económica y políticamente.

3. Desde época temprana, Babeuf ejerció nada menos que la profesión de “feudatario”, elaborando los periódicos terrier o recopilaciones de los bienes, de las rentas y de los derechos feudales de los grandes señores de provincia. Asimismo, su trabajo desarrollado en Picardía, lo había puesto en contacto con las permanentes rebeliones agrarias de la región, desarrolladas durante el siglo XVII y XVIII. Estos hechos, su marginalidad del pensamiento contemporáneo, lo persuadió a convertirse en “filósofo” lo que implicaba “desear y buscar la felicidad eterna y terrena de toda la humanidad”. Sus cartas de los años 1785-8 a la Academia de Arras y en especial a Dubois de Fousseux (8 de julio de 1787 et. al.), son un testimonio invalorable y a veces olvidado de la elaboración teórica de los revolucionarios más radicalizados. Asimismo, es notable además la profundidad de la interpretación de los acontecimientos acaecidos, especialmente en un marco teórico rousseauniano –es decir igualitario y contractualista– pero que por momentos iba más allá, no escapando sin embargo, y a pesar de las afirmaciones en contrario, a algunos elementos de utopismo. Es decir, la descripción de los hechos (la interpretación de las rebeliones campesinas causadas por el resquebrajamiento del sistema feudal) era exacta pero no lograba elaborar un proyecto realista de transformación social y económica, justamente por quedar presa de los mismos preconceptos límites de Quesnay, Smith, Ricardo, Malthus, y obviamente también de Rousseau.

Los críticos de la teoría política del liberalismo temprano lo han frecuentemente calificado como “una meditación desesperada”, que a pesar de su audacia radical (literalmente, ya que retrotraía toda explicación del presente al “paradigma del origen”) desemboca frecuentemente en una teoría de lo social y de lo económico que era, en definitiva, pesimista y negativa. Baste citar el temor de Malthus al crecimiento desmedido de la población o el temor de Ricardo a la crisis agrícola irresoluble y en definitiva insuperable (propia de la estructura económica feudal pero incompatible con los fundamentos del capitalismo moderno). La idea de libertad elevaba la valoración del ser humano, democratizando el concepto de responsabilidad, pero a la vez degeneró, especialmente durante el siglo XIX en una ética egoísta y contradictoria.  Los resabios del feudalismo y los efectos de la contrarrevolución explican los conflictos de mediados del siglo XIX, ya intuidos por Babeuf  –y era esto a lo que en realidad llamaba “contrarrevolución”– pero tampoco él fue capaz de elaborar una teoría suficientemente alternativa y carente de contradicciones. La Conspiración de los Iguales, entonces, fue una radical contra-reacción contra los elementos reaccionarios gestados en el seno mismo de la Revolución, pero quedó presa igualmente del temor compartido con los teóricos contemporáneos, herencia, en definitiva, del pensamiento medieval. El liberalismo temprano presenta la posibilidad del progreso,  pero tal vez no cree suficientemente en él, y no lo concibe como “crecimiento” de las posibilidades productivas, materiales o técnicas, sino tan sólo como una sucesión lineal de acontecimientos y estratos históricos o sistemas políticos y económicos cada vez “mejores” (aunque no especificados concretamente). En otras palabras, aun criticando los efectos que tendría sobre la estructura social y considera perniciosos, de la insuficiente radicalidad revolucionaria, Babeuf propone como única solución, el “igualitarismo distribucionista”.

4. La reforma social de Babeuf se inscribe en el marco de la constitución de 1793 y de la Declaración de Derechos del hombre y del Ciudadano, es coherente con la utopía de los filósofos, en especial Rousseau, y entra a veces en contradicción con la teoría económica clásica, pero no por ello deja de participar de algunos de sus supuestos básicos y hasta implícitos en ella, es decir –repetimos–, la imposibilidad de concebir una distribución gradual basada en el crecimiento económico pero fundamentalmente en la transformación social, entendida como una paulatina pero constante democratización de la sociedad, la economía y en general, de la cultura. Con posterioridad a la dictadura Jacobina y al período del Terror, primero toma partido por los Girondinos para después decidirse por la organización de un partido secreto con el objetivo de tomar violentamente el poder.

En realidad, Babeuf comprendió claramente la contradicción fundamental del período revolucionario, o sea, como en nombre de la libertad originaria se legitimó el desarrollo de una “moral sincera” pero crudamente egoísta. Es decir, el supuesto rousseauniano de que “la ley positiva debía legislar la natural”, no se cumplió sino que en realidad se lo negó. Pero a su vez el error político fundamental de Babeuf fue compartir justamente esta negación del “derecho natural” –la libertad individual– y en nombre de la “igualdad terrena”, negó de hecho ese derecho originario –aún contradiciendo sus ideas anteriores–, principal conquista del pensamiento radical del siglo XVIII.

5. El error táctico de Babeuf, entendido como metonimia del partido a la más democrática de la Revolución, fue el haber caído en las redes de la lógica del Terror (a la cual habían servido los Jacobinos y ante todo Robespierre) y haber perecido en él, con lo que favoreció y justificó en los hechos, a la reacción tradicionalista y contrarrevolucionaria, la cual comprendió claramente que con su eliminación, se eliminaba la tendencia más progresista del período. En otras palabras, se equivocó al no comprender que “el poder no se conquista sino que se construye (semióticamente) con el consenso y no con la violencia suicida”, y que así favoreció a quienes creía perjudicar, en nombre del cambio inmediato y por desconfiar de la reforma progresiva, profunda y verdaderamente irreversible.

Por otra parte, sería interesantísimo señalar, a modo de conclusión abierta, dos paradojas:

a) que el “ofuscado Carnot”, verdadera alma del Comité de Salud Pública, y también directo responsable del ajusticiamiento de Robespierre, fue el mismo que desatendió el pedido final de clemencia de Babeuf y además el responsable de su muerte;

b) poco más de un año después de que Babeuf fuese guillotinado (el 10 de noviembre de 1797) se produce el golpe de Estado que, con Napoleón a la cabeza, disuelve el Directorio y el Consejo de los Quinientos, instaurando una dictadura militar con la que se concluye la experiencia revolucionaria, iniciada en 1787 y que alcanzó su máxima expresión, simbólica y fáctica, en la toma de la Bastilla el 14 de Julio de 1789, síntesis de las luchas sociales, campesinas y urbanas, indicadas en el Bajo Medioevo.

IV.Conclusión

El verdadero límite, la gran divergencia entre la utopía y la realidad revolucionaria del siglo XVIII, fue la radical imposibilidad que manifestaron los grupos extremistas (tanto conservadores como demócratas extremos) de llegar a una síntesis entre las llamadas (a veces despectivamente) “libertades burguesas” y el “igualitarismo distribucionista”, con lo que se anticipan, implícitamente las luchas sociales de 1830 y 1848, así como las numerosas guerras civiles, imperialistas e internacionales de los siglos XIX y XX; 6 encontrando solamente un relativo equilibrio en las democracias occidentales modernas de la última post-guerra. No casualmente los movimientos reaccionarios y totalitarios del presente siglo, hicieron blanco de sus ataques a aquellas libertades en las cuales tantas veces los revolucionarios extremos posteriores han descreído sistemáticamente, postulando en definitiva la contradictoria “Dictadura de la Democracia” de Robespierre. En el Termidor, Babeuf   lo reconoció claramente; 7   pero su impaciencia revolucionaria y también su sincero humanismo, 8 no le permitieron comprender que con su lucha final quizás colaboró, y mucho, a que la experiencia revolucionaria se frustrase, favoreciendo primero el surgimiento de una dictadura militar que se impuso aprovechando la quiebra del código social tradicional –reconstruido básicamente en el gatopardismo napoleónico– y luego, la reconquista plena del poder de los sectores tradicionalistas con la Reacción Absolutista del Congreso de Viena y de la Santa Alianza.

Poco antes de morir, Babeuf confesó a sus amigos y familiares: “No concebía otra forma de haceros felices que con felicidad común. He fracasado, me he sacrificado en vano: pero es así por vosotros que muero (...) Me separo; la violencia ya está hecha... Adiós, adiós, adiós, diez millones de veces adiós... (...) me envuelvo en el seno de un sueño virtuoso”. 9

Notas:

[1] Es decir nuestra lectura de los hechos estará condicionada en gran medida por el resultado de los acontecimientos posteriores a éstos; sea desde las ideologías hegemónicas, sea desde las ideologías alternativas.

[2] Cfr. Raoul Glaber: Histoire, IV, 4; Galberto de Brujas: Histoire de la Meurtre de Charles le Bon, Roman de Renart; Sigilberto de Gembloux: Histoire; Vicente de Beauvais: Histories (ap. Le Goff (1969): 325-26, 322, 319, 328); Alain Chartier: Le guadrilogue Invectif, 1422 (ed. E. Droz, Paris, 1978: 33-4); Lettres de Louis XI (ed. J. Gandilhon: Le politique économiques de Louis XI, These Toulou 1940); Froissart: Les Chroniques (1357): I, LXV (ed. Paris: Gallimard, 1952: 388-390). Cfr. et. Brezzi 1978: III, IV.

[3]    La única excepción es la de un grupo de campesinos de distintas nacionalidades del centro de Europa que desafiaron y se impusieron victoriosamente al orden feudal, de un modo original, propio pero no descontextualizado, mediante el llamado movimiento cantonal con el que formarían la fundación Suiza.

[4] Sin embargo, el proceso ibérico no debería ser pensado sin considerar la Conquista y Colonización de América, sobre todo desde la perspectiva del Nuevo Mundo. Es decir, considerando las consecuencia que este fenómeno de reacción tuvo en la conformación de las estructuras sociales americanas, marcadamente retrógradas, desde su mismo origen en relación con la casi totalidad del continente europeo. No deja de ser interesante notar como el fenómeno, así como otras intuiciones históricas del género, no pasó desapercibido a Sarmiento quien en Facundo afirmaba que en el continente americano convivían simultáneamente “el Siglo XIII con el XIX” así como en otro lugar decía que tal era una característica heredada de la “Madre Patria” ya que “Nosotros somos una segunda, una tercera o cuarta edición de España; no a la manera de los libros que corrigen y aumentan en las reimpresiones, sino como los malos grabados cuyas últimas estampas salen cargadas de tinta y apenas inteligibles. Sus vicios son los mismos de que adolecemos nosotros” (LX: 127). Es asimismo interesante notar como en las relaciones de fuerza de clase, las estructuras económico-sociales y políticas, perduraron hasta épocas recientes, durante toda la formación, desarrollo y transformación de la Modernidad y del Capitalismo Occidental; siendo aparentemente muy difícil de mudar, luego de haber superado la primera etapa de conformación social y semiótica (cfr. v.gr. Todorov 1982).

[5] No obstante, es significativo recordar como el apelativo revolucionario es precisamente “Ciudadano”, es decir “hombre de la ciudad”, entendido como “libre”, no sujeto a servilismo ni a obligaciones consuetudinarias.

[6] En efecto, limitar las relaciones de producción a las económicas, es una arbitrariedad, determinada por presupuestos dualistas. El concepto de “relaciones de producción” puede y debe extenderse también a la producción social en general, es decir al derecho o no de producción sígnica.

[7] En efecto, limitar las relaciones de producción a las económicas, es una arbitrariedad, determinada por presupuestos dualistas. El concepto de “relaciones de producción” puede y debe extenderse también a la producción social en general, es decir al derecho o no de producción sígnica.

[8] “Hicimos hace cinco años una revolución; (...) después hemos dejado hacer contrarrevolución (...) para que el pueblo no tuviera en cuenta sus derechos de soberanía, para que creyera que era necesario a la salud pública que renunciara a aquella durante un tiempo, para que gozara más ampliamente en el futuro, y que para estar seguro de su libertad debía empezar renunciando a ella. El pueblo se acostumbró insensiblemente a la ideas invertidas, singulares; a tomar las cosas al contrario de la moral que se había hecho después de la declaración de los derechos” (Journal de la liberté de la presse, 2, 19 Fruictor del año II – 5/9/1794: 2-4).

[9] Última carta de Babeuf, 5 Pardial del año V (24/5/1797)

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